«Se aprende a volar para lograr trabajo, por afición, para presumir o ligar»

VIGO CIUDAD

XOAN CARLOS GIL

Miguel Iruegas es uno de los pilotos gallegos más experimentados y referente como instructor

20 dic 2022 . Actualizado a las 00:22 h.

Hay auténticas legiones de chalados de la aviación, de las aeronaves, de los aeropuertos, del control aéreo, de todo lo que rodea al vuelo. Lo escrutan todo, discuten mucho, les mueve una pasión: volar. Pocos saben tanto en Galicia como Miguel Iruegas (Vigo, 1959). Piloto, instructor de vuelo y único examinador de pilotos de la provincia de Pontevedra, un aeroapasionado silente, de los que no fardan, de los que consideran que volar es algo muy serio.

Él lo hizo solo por primera vez con únicamente ocho horas de instrucción, algo impensable ahora, que todo está reglado y las decisiones dejan un rastro imborrable de responsabilidad. «Volar es siempre algo hostil, no es normal estar en el aire», asegura después de miles de horas surcando los cielos y añadiendo dosis de realidad a una actividad que convive con el peligro. Es de los serios a los mandos, de los que, de poder elegir, se señalaría sin dudar para confiar la vida propia si hay que viajar por encima de las nubes. «El miedo a volar viene siempre del desconocimiento», asevera él, que le da una importancia más que notable a la teoría en las clases para pilotar que imparte como una de las caras imprescindibles del aeroclub Aerocelta de Vigo.

«En las clases de vuelo no se puede ser restrictivo ni liberal. Hay que tantear a cada alumno para saber hasta dónde se puede llegar con él, o donde frenar», dice, porque advierte que la instrucción de vuelo es la actividad aérea que genera más accidentes después de la extinción de incendios. Él ha dicho adiós a varios pilotos gallegos amigos, experimentados, conocedores del vuelo a la perfección. «El peligro siempre está ahí, y lo cierto es que no se sabe cuándo se cree que se sabe y cuando se sabe que se sabe», manifiesta en un trabalenguas con forma de lección acuñado con el que equipara el peligro de la ignorancia con el que provoca también la confianza exagerada. «La gran mayoría de los accidentes están causados por fallos humanos», reitera con la media sonrisa que emerge como certificado de experiencia.

Desde niño, Miguel Iruegas pensaba en volar. Lo tenía en la cabeza y lo decía, pero su madre no quería ni oír hablar del tema. «Un novio que tuvo en Asturias se mató en un vuelo sin motor». Y su padre, delegado de la Bayern, le sacaba también la idea de la cabeza a su manera: «Buff, eso es algo muy complejo», zanjaba el progenitor.

Encaminó su curiosidad hacia la electrónica, el que sería después su medio de vida entre televisores. Primero los Vanguard y después Hitachi y Daewoo a finales de los ochenta. Otra atracción, la de radioaficionado, le conectó por casualidad con un mecánico de los DC9 de Aviaco que operaban en Peinador. Y ahí se abrió para él definitivamente la pista de despegue. Un curso de piloto, de 270.000 o 300.000 pesetas de la época (1.622-1.803 euros) le puso en el aire. «Antes solo volaban los ricos, aunque en realidad no pagaban tasas como ahora y los aviones eran cedidos a los aeroclubes por el Ejército. Ahora volamos los pobres», mantiene, no tanto por la capacidad económica de cada piloto sino por los gastos que genera esta afición.

Tras obtener con él la licencia de piloto más de 60 personas, renovarla a decenas y hacer vuelos de iniciación con infinidad de interesados, Iruegas describe tres tipos de alumnos: «los que quieren hacer de la aviación su trabajo y quieren aprender rápido; los que lo hacen por placer, porque les gusta volar, y los que sacan la licencia para presumir en la vida, en las redes sociales o hasta ligar», encadena con la misma seguridad con la que explica procedimientos o maniobras aéreas. Lamenta que algunos no acaben las clases, aunque cuesten unos 9.000 euros los dos años. «Son los que buscan una estética prefijada, algo que les dé un estatus, enseñar marca como en la vela o el esquí. Pero simplificando, esto es como un coche que se eleva», dice quitando trascendencia. Pero insiste en la relevancia de saber qué puede hacer un avión, conocer por qué se puede sustentar en el aire y qué se le puede pedir, incluso hasta entrar en barrena, pero sabiendo en qué momento, con qué circunstancias y qué hacer en ese momento. Después llegan las 45 horas de instrucción. Él es de los que vuela con las orejas en alto, interpretando cualquier ruido, el mínimo retraso en la explosión del motor. Hasta los olores le dicen algo, sobre todo en aeronaves en las que todo sigue dependiendo del hombre. Las de la aviación comercial las ve ya como «ordenadores con alas».

Los vuelos de iniciación en la Cessna 172 Reims Rocket de Aerocelta los vive Miguel con pasión, porque sabe que todo el que se sube «queda encantado. Hasta le dejo los mandos un momento y se asombran de su sensibilidad». Él los llama los «espontáneos» los que se ven atraídos por elevarse en el aire, incluso para pedir matrimonio a la pareja, con cava y todo, en una circunstancia inolvidable.

Iruegas, a la izquierda, junto a su compañero del aeroclub Aerocelta de Vigo, Armando González Alonso, a inicios de los noventa sobrevolando las obras de los túneles costeros de la ciudad. El transporte de paracaidistas le dio muchas horas de vuelo también.
Iruegas, a la izquierda, junto a su compañero del aeroclub Aerocelta de Vigo, Armando González Alonso, a inicios de los noventa sobrevolando las obras de los túneles costeros de la ciudad. El transporte de paracaidistas le dio muchas horas de vuelo también. Aerocelta

EN DETALLE

-Primer trabajo

-En los años setenta, aún siendo menor de edad, empecé vendiendo cursos de informática, pero no valgo para la venta. Después me dediqué definitivamente a la electrónica.

-Causa a la que se entregaría

-A ninguna. Lo veo todo bastante sucio, e iniciativas que se pierden y no buscan solucionar los problemas de raíz.