
Leía de joven a Hemingway por primera vez y al ver que citaba a Galicia en uno de sus mejores relatos (La capital del mundo) me entró la curiosidad de saber si habría estado alguna vez allí. Averigüé que, de hecho, se había alojado a muy poca distancia del lugar donde yo lo estaba leyendo en Santiago. Lo recordé esta semana, porque me grabaron para un documental en el que se trata de pasada la relación del gran escritor con Galicia. Lo cierto es que en su obra no la menciona muchas veces, pero cuando lo hace siempre hay detalles que revelan un conocimiento de primera mano, como esa escena de ¿Por quién doblan las campanas? en la que uno de los guerrilleros republicanos reconoce que los enemigos que tienen enfrente son gallegos porque los oye hablar. De lo que hablan es del tiempo. Están sorprendidos de que haya nieve todavía en mayo (están en la montaña segoviana), y charlan sobre eso como los campesinos que son.
Hemingway descubrió Galicia muy pronto, cuando, de paso para Le Havre, su barco hizo escala en Vigo. La ciudad le encantó. Le pareció como de cartón, adoquinada y enlucida de blanco y naranja, con su puerto en el que «prácticamente podría amarrar toda la flota británica» y sus montañas que se hunden en el mar «como dinosaurios dormidos». Cuando llegó a París, se lo recomendó a sus amigos bohemios, y al menos uno de ellos, John Dos Passos, le hizo caso y también visitó aquel Finisterre que entonces quedaba de camino para ir y venir de América. Luego, el propio Hemingway regresó cinco o seis veces más. Decía que Galicia le recordaba a Terranova. Santiago le pareció «la ciudad más hermosa de Europa», y en ella pasó meses alojado en el moderno y modernista Hotel y Café Suizo, que estaba junto al arco de Mazarelos y era famoso por su sifón, su chocolate caliente y sus tertulias. Fue a ver torear a Cagancho en A Coruña, «una gran ciudad tan metida en el viejo Atlántico como le permite Europa», y allí se quedó quince días tachando las palabras malsonantes de Hombres sin mujeres por orden de su editor. Sobre todo, Hemingway iba a pescar truchas al Ulla y al Tambre, que imagino que le parecerían como esa que sostiene en sus manos el protagonista de El río de los dos corazones: fuerte y pesada, de olor agradable, con sus motas y aletas brillantes. Hay una receta de «truchas a la Hemingway» que probé una vez en Míchigan, donde él las pescaba. No es gran cosa. Consiste en ponerles una lasca de beicon dentro. En Galicia, en cambio, Hemingway les ponía jamón del país. Mientras tanto, en esos días compostelanos, redactaba su Adiós a las armas, que transcurre en el norte de Italia, pero que yo siempre visualizo en los paisajes que repasa en Tambre.
No consta que Hemingway volviese a visitar Galicia después de la década de 1930, aunque está claro que siempre le acompañó su recuerdo. Está claro porque él mismo lo dice a través del protagonista de ¿Por quién doblan las campanas?, que es obviamente un trasunto del propio autor. En un momento de la novela, este profesor de español norteamericano que ha ido a España a participar en la guerra, piensa en los olores que le inspiran nostalgia, y le salen once. Entre otros, menciona los montones de hojas ardiendo en el otoño en un pueblo de Montana, el olor de la tierra tras las primeras lluvias de la primavera, el viento terral que sopla de noche en Cuba, el olor del beicon, el del café matinal, el del cuero ahumado, el del pan recién horneado… Y también «el aroma del mar, cuando uno camina por un otero cubierto de tojos en Galicia».