Hace algunos años, cuando estaba arrancando la moda de los influencers, topé con uno de estos personajes. Montó un follón porque la organizadora del evento al que estaba invitado le pagaba la estancia en el hotel, pero se negaba a abonar los botellines de alcohol que el sujeto había consumido en el minibar de la habitación.
El fenómeno de youtubers e influencers no ha hecho más que multiplicarse en los últimos años a medida que las redes sociales han ido cobrando más peso. Algunas cuentas tienen cientos de miles de seguidores que se creen a pies juntillas lo que escuchan.
Otro episodio indignante tuvo lugar hace unos días en Vigo, cuando un youtuber, conocido ya por sus polémicas, recorría la ciudad y pretendía no pagar lo que había comido a cambio de una supuesta promoción en su red social. Emitiendo en directo, presumiendo que él solo come gratis, cuando la camarera insiste en cobrarle, el yutubero amenaza con mandarle una factura de 2.500 euros. Posteriormente, las críticas negativas al local empezaron a aparecer en Internet.
Las nuevas tecnologías han cambiado nuestro mundo, desde la forma de trabajar hasta cómo nos relacionamos. Y esos cambios alcanzan al modo en el que se publicitan los servicios.
Pero una cosa es ser un experto capacitado para recomendar al gran público que consuma un servicio o compre un artículo. Y otra muy diferente es entrar en un local y el producto resulta que es buenísimo mientras el supuesto influencer piensa que todo va a ser gratis, pero pasa a ser intragable —y así se lo dice a sus miles de seguidores— en cuanto tiene que pagarlo. Eso no es publicidad. Es chantaje. Retransmitido en directo.