Las solteras no podían vivir solas en Vigo a comienzos del siglo XIX

Jorge Lamas Dono
Jorge Lamas VIGO / LA VOZ

VIGO CIUDAD

Oscar Vázquez

El mal ambiente que había en torno a las tabernas de la villa obligó al Concello en 1802 a aplicar normas muy restrictivas

19 ago 2020 . Actualizado a las 23:17 h.

«Que ninguna moza soltera viva sola en casa, ni sea tabernera pena de dos ducados y veinticuatro horas de cárcel y así progresivamente aumentando por las más veces», recoge el artículo 13 del auto del buen gobierno que aprobaba el juez-alcalde de Vigo el 7 de abril de 1802. José Antonio Sánchez Barallobre y Fajardo reunía en su escrito 36 normas de conducta que deberían ser seguidas por sus convecinos. Algunas son de carácter religioso, como la prohibición de blasfemar o jurar con el nombre de Dios y la Virgen. Otras trataban de mantener el respeto hacia los gobernantes, especialmente el rey.

La prohibición a las mujeres del estaba motivada por la relación que entonces se establecía entre esta profesión de tabernera y el ejercicio de la prostitución. El vínculo queda de manifiesto en un documento fechado el 8 de agosto de 1805, que se custodia en el Archivo Municipal de Vigo. En él se relaciona abiertamente la profesión de tabernera en Vigo con la práctica de la prostitución. Lo firmaba José Antonio de la Rúa, abogado de la Real Audiencia de Galicia, que había sido procurador síndico general en el Concello de Vigo, cargo que equivalía a un valedor del ciudadano. El contexto en el que hacía su afirmación era una reclamación para recuperar el uso de un privilegio otorgado por Felipe II, en 1584, a los cosecheros vigueses para que pudiesen vender su vino directamente durante los meses de abril, mayo, junio y julio sin la competencia de intermediarios.

Recordaba el abogado De la Rúa que aquel privilegio había dejado de ejercerse debido a la escasez de las cosechas en algunos años. Añadía que algunos vinicultores se habían ido a vivir «malamente con las taverneras que de ordinario son mujeres prostitutas, buscándolas de yntento para maiores yntereses». El documento ahondaba en el mal ambiente que debía haber entonces en estos establecimientos, que eran muy abundantes, según el abogado. Pedía en su documento que se disminuyesen las tabernas «por los frequentes escándalos que en ellas se experimentan, muertes que suceden, palabras lascibas y degeneradas que se oyen». Añadía que el Ayuntamiento debería impedir que «ninguna muger si no fuese casada, de quarenta años de edad y de una condición muy acrisolada pueda emplearse en su manejo».

En el auto de gobierno de 1802 se establecían otras medidas que daban idea de la peligrosidad de la noche viguesa de entonces. Para evitar peleas, se prohibía totalmente portar armas de cualquier tipo, e incluso recorrer la villa de noche en cuadrillas. «Que no ande ninguna persona desde el toque de oración en adelante sin luz, ni farol o linterna», se recogía en el artículo séptimo del mencionado bando municipal.

Y es que entonces, la bebida principal que se ofrecía en las tabernas viguesas era el aguardiente, licor que en grandes cantidades podía provocar graves altercados, un hecho muy común en aquellos ambientes. Para darnos una idea del consumo de este licor en el Vigo de entonces, solo hay que acudir a los registros del arrendamiento de esta bebida, una concesión municipal para poder vender esta bebida. En 1806, la persona que tenía la concesión de esta venta pagaba anualmente al Concello 61.220 reales, cifra entonces equivalente a lo que costaba una buena casa en el centro de la villa.

Especialmente duro era el auto con los transeúntes que llegaban a la localidad sin oficio ni beneficio. «Que se dé cuenta de todos los bagamundos para limpiar el pueblo de la peste que ocasionan y aplicarlos según corresponda, y nadie los oculte, ni a los desertores, ni otra gente de mal vivir, pero de ser castigados los encubridores con los que ymponen las leies» (sic), se decía en el punto décimo. En este aspecto, el juez-alcalde incidía en la vagancia como objeto de persecución. «Que todas las personas residentes en la villa se ocupen en oficios y no estén ociosas pena de que se tratarán como vagos y harán salir de ella y su jurisdicción», recogía el punto 32.

El recelo con los foráneos también se veía reflejado en la obligación que tenían los mesoneros y posaderos de informar sobre sus clientes. Los dueños de las tabernas y demás locales de venta de comidas y bebidas tenían mucha presencia en aquel auto. «Que nadie juegue naipes en bodegas y tabernas, ni las taberneras consientan se hagan bailes, foliones y meriendas en ellas pena de dos ducados de multa y castigar a los contraventores», señala el punto 12. Estos establecimientos tenían que cerrar a las nueve de la noche en invierno y a las diez, en verano.