Nuestro Downton Abbey a la gallega

Begoña Rodríguez Sotelino
begoña r. sotelino VIGO / LA VOZ

VIGO CIUDAD

Oscar Vázquez

El pazo Quiñones de León acoge en el enclave natural del parque de Castrelos una rica colección plástica, arqueológica y de artes decorativas en un inmueble entre cuyas paredes se cuenta cómo vivía la clase alta

04 sep 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

En la ficción audiovisual tenemos el castillo de Highclere. La mansión victoriana que sirve como decorado a la serie Downton Abbey nos es útil para conocer cómo vivía la clase alta británica en el siglo XIX y principios del XX. En la vida real y mucho más cerca tenemos el pazo de Castrelos, sede el Museo Municipal de Vigo Quiñones de León, que nos cuenta lo mismo, pero sobre los nobles en Galicia. A su alrededor se tejen historias más cercanas e interesantes como la de la ficticia familia Crawley, aunque sin esas dosis de drama que la convierte en éxito internacional para suerte de los verdaderos propietarios, los condes de Carnarvon.

Nuestros Crawley son doña María de los Milagros Elduayen, octava marquesa de Valladares, y su esposo Fernando Quiñones de León, marqués de Alcedo, que reformaron la edificación original, el pazo de Lavandeira, datado en 1670. El temprano fallecimiento de la marquesa hizo que el pazo pasase a manos de su hijo Fernando, que fallece en 1918 sin descendencia dejando como heredero a su padre y como usufructuaria vitalicia a su esposa, Mariana de Wythe. Será el progenitor quien en 1924 done al pueblo de Vigo la propiedad, condicionándola a que se dispusiesen en él un museo y un parque público.

Así se hizo y desde entonces, la historia del pazo, su contenido y sus jardines, ha transcurrido paralela a la de la ciudad de Vigo con algunos cambios que no han alterado su esencia.

Su última modificación notable es el almacenaje y disgregación en varios centros artísticos de la colección de arte gallego, ahora reducida aquí a una salita compartida con un recuerdo a la fundación del Círculo Mercantil y cinco cuadros (Fernández, Sevillano, Sobrino, Lodeiro y Lugrís). Dos murales de este último autor, que presiden la majestuosa entrada a las plantas superiores del palacio a través de su escalinata de madera inspirada en las británicas al gusto de la pareja Quiñones-Wythe, es lo que queda del arte gallego a la vista.

En esta película sobre la nobleza local también tiene mucho que decir Policarpo Sanz, hombre de negocios que ascendió socialmente al casarse con la dama de la alta sociedad Irene de Ceballos. Las obras de arte atesorada por ambos enriquece las paredes de este espacio que es mucho más que una pinacoteca. Cuando él muere en 1889 dona todos sus bienes a Vigo y su viuda se encarga de que su voluntad se cumpla. Su colección, pintura de escuelas europeas de los siglos XVII y XVIII sobre todo, que se reparte por las suntuosas salas del pazo, constituyen los primeros fondos estables del museo, a partir de 1935.

Detalle poco noble pero práctico contra el moho es de los deshumidificadores que se desparraman por los amplios espacios. Hay estancias de rancio abolengo, como la biblioteca salpicada de retazos de la historia bélica de Vigo o el comedor principal en el que los retratos que rodean la mesa iluminada por una lámpara cristal de Murano, resumen lo más granado del callejero de Vigo (de García Barbón a Eduardo Iglesias, Ángel Urzaiz, Tomás Alonso o Montero Ríos). Cerca de ellos, detalles curiosos como un imponente mueble paragüero del ebanista Magariños, un canto la galleguidad tallado en madera. En el recorrido se aprecian curiosidades como un cuadro de Magdalena Christophersen, donación de la tercera marquesa de Alcedo, fechado en 1993.

Mención aparte merece la sala de arqueología, sección creada por Xosé María Álvarez Blázquez que desde 1959 da cobijo a piezas halladas en Vigo y comarca. Su configuración expositiva no ha cambiado desde el 2006. Lo mejor espera fuera al espectador, un espectacular jardín francés, en la actualidad limitado por el tratamiento fitosanitario que trata de salvar el laberinto de boj.