Refugio olvidado en la cima de la ría

manu otero MOAÑA / LA VOZ

VIGO CIUDAD

XOAN CARLOS GIL

Las antenas del monte Faro acabaron con la actividad de una plaza construida en los 50

25 jun 2017 . Actualizado a las 09:38 h.

El albergue de montañeros del monte Faro fue durante más de medio siglo el refugio de todos aquellos alpinistas que escalaban a lo más alto de la península de O Morrazo para disfrutar de una vista privilegiada sobre la ría de Vigo y las islas Cíes.

Fue a mediados de los años 50 cuando un grupo de enamorados de la montaña constituidos en el club de Montañeros Celtas levantaron, piedra a piedra, un edificio que en nada envidiaba a las guaridas de alta montaña de Los Alpes. «Lo hicieron los socios, todo a mano y subiendo los materiales con carretillas hasta la cima», destaca apenada la actual presidenta del club vigués, Lourdes Castiñeira. Su tristeza está justificada porque el legado de sus antecesores cayó en el olvido.

Hace más de tres años que las puertas del refugio no se abren. Sobre sus literas ya no descansa ningún grupo de extenuados montañeros, tampoco su cocina sirve para preparar un caldo que caliente las frías noches a 600 metros de altitud. Y los culpables de este abandono no son otros que un grupo de gigantes que se fueron instalando con el paso de los años alrededor del refugio hasta acabar por asfixiarlo. «Es insalubre estar allí, la carga electromagnética de todas esas antenas son malas para la salud», explica Castiñeira los motivos que llevaron al club a renunciar a la concesión y devolver la parcela a los comuneros de Domaio. Media docena de antenas rodean ahora el refugio, pero cuando lo construyeron allí «solo había una pequeñita de Televisión Española», puntualizan desde el club.

El refugio, inaugurado en el 1967, se despidió en el 2014 cuando los montañeros organizaron la última travesía. Una actividad multidisciplinar que incluye senderismo, escalada, piragüismo y ciclismo de montaña y que contaba con una escala en lo alto del monte Faro para pasar la noche.

Ahora, aunque la construcción sigue intacta -«es un edificio de piedra, de esos que se mantendrá en perfecto estado muchos años», presume la presidenta-; la maleza comienza a reclamar su terreno, el suministro eléctrico empieza a flaquear y los accesos, sin el mantenimiento de los montañeros, sucumben ante la fuerza de la lluvia, el viento y las heladas. Las barandillas metálicas están rotas por el óxido y la carpintería exterior se convirtió en un blanco fácil para los vándalos, que tatuaron la madera a golpe de navaja. Los caminos, en plena forma hasta Chan da Arquiña, se llenan de baches al abandonar el parque.