El maravilloso viaje del hijo del panadero

antón bruquetas REDACCIÓN / LA VOZ

CANGAS

MANUEL BRUQUE

Con humildad, sacrificio y silencio, David Cal construyó junto a su entrenador una carrera de ensueño

26 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante más de una década una imagen icónica decoró el Lérez a su paso por Pontevedra. Pegado al constantes tránsito de vehículos que circulan por las orillas del río, hundido unos metros del resto del mundo, David Cal Figueroa (Cangas, 1982) encontraba sobre la agitada lámina de agua el remanso perfecto para asaltar su próximo desafío, para aislarse de una vida que cada vez se consume más deprisa y centrarse en afinar su cuerpo al milímetro en ciclos que se medían de cuatro en cuatro años. No importaba el frío, ni la lluvia, ni el viento, ni el calor,... el sudor siempre era el mismo. Y ese perfil entregado, que parecía incombustible, condujo a este hijo de panaderos a convertirse en el medallista olímpico español más laureado de la historia, a transformarse en una leyenda sin parangón. Su adiós es un cráter de dimensiones incalculables para el deporte.

Cal despuntó desde que era un crío cuando daba sus primeras paladas en el Ría de Aldán. De allí saltó al Centro Galego de Tecnificación Deportiva en Pontevedra, pero la verdadera revolución en su carrera se produce cuando comienza a trabajar de forma habitual bajo las órdenes de Suso Morlán. Encajaron a la perfección, pasaron a ser un binomio. Morlán diseña, Cal ejecuta hasta el último detalle. Juntos empiezan a evolucionar los materiales, las canoas y hasta los sitios donde entrenarse para reproducir las condiciones que se encontrarían en la siguiente competición. Comienza la obsesión por tocar metal en unos Juegos y la dictadura del cronómetro hace pasar al deportista desde el centenar de kilos hasta los 85 con los que afrontaba las grandes citas. «El japonés [en referencia a la marca del reloj que utilizaba para tomar los tiempos de cada sesión] nunca se equivoca», solía decir Morlán cuando se le preguntaba por el estado de preparación de su discípulo.

Su carta de presentación al resto del planeta se escribió en el Mundial de Gainesville (Georgia, Estados Unidos), donde David se colgó la plata en el kilómetro. Allí muchos ya se dieron cuenta de que tenían un nuevo rival para el podio de Atenas. En la capital griega, después de refugiarse en Trasona para el último esprint de preparación, en una concentración donde digirió el rigor del día a día sin un solo artificio, de la rutina de un monje, ascendió a la gloria. Conquistó el primer oro para el deporte gallego, que adornó con una plata de propina. Una gesta en toda regla cuando todavía era un adolescente.

Lo sencillo sería que se hubieses despistado, que la fama le hubiese nublado el juicio. Pero el chico introvertido, callado hasta el extremo, que había luchado codo con codo con el alemán Dittmer por el trono de mejor canoísta del mundo, siguió encomendándose a Morlán, a su fórmula mágica de primer año descanso, segundo volumen y tercero, el preolímpico, calidad. Nunca fueron amigos, Suso era algo más.

Una anécdota revela esa relación tan especial que forjaron. Cuando llegan a Pekín para los Juegos del 2008, donde fue el abanderado del equipo español, Morlán se da cuenta de que los pusieron en el hotel en la misma habitación. El entrenador se planta. «O se arregla y nos separan, o nos vamos a España. David necesita su espacio, respirar, no estar todo el día con el tío que le pide que entrene más y mejor. Necesita oxigenarse», comentaba entonces. El problema se soluciona y suma dos platas más a su palmarés. «Nunca estuve en su casa», volvía a recalcar Morlán antes de viajar a Londres, donde en una remontada de extraterrestre para atravesar la meta en segunda posición, David sobrepasó a Arantxa Sánchez Vicario y Llaneras como el español más laureado en los Juegos. Pero en el ciclo de preparación para el 2012 aparecieron los primeros síntomas de que la cabeza de Cal comenzaban a ver el peaje demasiado caro, que aquel sacrificio brutal ya no le compensaba. Se convenció y volvió a obtener el premio. Siempre tuvo la portentosa habilidad de no fallar en una fecha señalada. Quizás su único desliz lo cometió cuando le ha tocado despedirse.