
La inseguridad en la pista de María Doiro derivó en depresión y anorexia; los superó también con ayuda del deporte
12 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.El vínculo de María Doiro (A Guarda, 1994) con el balonmano empezó a los seis o siete años y nunca se ha roto. Ni siquiera cuando la práctica de este deporte fue uno de los factores desencadenantes de que padeciera depresión y anorexia nerviosa. Al contrario, volvió a agarrarse a la disciplina para demostrarse que podía y culminar la recuperación. Ahora, lo disfruta desde el otro lado, desde los banquillos, y más que nunca.
La pequeña de las hermanas Doiro empezó siguiendo los pasos de Estela, jugadora profesional -actualmente, del Málaga-. Admite que se comparaba con ella, «un grave error» que le pasó factura. «No conseguir los objetivos que yo misma me marcaba me generaba frustración, inseguridad y miedos que se fueron agrandando. Muchos de mis problemas vinieron de ahí», recuerda la guardesa, totalmente recuperada desde hace años.
Fue durante la etapa juvenil cuando llegó a estar hospitalizada durante casi dos meses porque «ya no estaba dentro de los baremos de salud». Fueron varios años de terapia y tratamiento psiquiátrico con antidepresivos y apoyo incondicional de los suyos hasta que pudo dejar atrás del todo aquel infierno. Y cuando lo hizo, quiso volver a jugar en un equipo de categoría autonómica que acababa de crearse. «Mi hermana se echaba las manos a la cabeza. Sabía lo mal que lo había pasado por el balonmano y me decía: ‘¿Qué haces, ahora que estás bien, volviendo a meterte en estos berenjenales?’».
Pero para María era como una asignatura que le había quedado pendiente. «Quise darme otra oportunidad a mí misma, tomándomelo de una forma diferente a la etapa juvenil, intentando disfrutar», comenta. Incluso tuvo la oportunidad de llegar a entrenar y debutar con el primer equipo del Guardés de la mano de José Ignacio Prades. «Vi el balonmano profesional más de cerca y para mí fue una recompensa personal conseguir eso después de lo que había pasado», valora.
Doiro asegura que nunca llegó a no querer saber nada del balonmano. Incluso en la etapa más crítica, seguía pendiente de Estela. Pero hubo un momento en que tuvo que dejarlo para poder compaginarlo con sus estudios y, luego, con su trabajo. Durante la enfermedad, se vio obligada a aparcar un año la carrera de Ingeniería Biomédica, pero una vez recuperada, la acabó y se dedica a ello. «Hay que intentar sobreponerse a las cosas y aprender de ellas. Lo que saqué de eso es que ahora me ayuda a empatizar con las niñas y a detectar ciertos comportamientos de ansiedad. Conecto bien con ellas», dice ya sobre su faceta de entrenadora.
Empezó en los banquillos por casualidad y con muchas dudas, reconoce. «En mi época en el equipo autonómico, al volver tras la enfermedad, mi pareja, Fabio (Lima) estaba de preparador físico del primer equipo y le dieron un equipito de infantiles para colaborar en la base», rememora. Ella comenzó echándole un cable «con las niñas, porque él no sabía si sería capaz a nivel anímico», cuenta.
Confiesa que nunca creyó que le fuera a gustar tanto, en parte por esos miedos e inseguridades que durante tanto tiempo le han acompañado. «Nunca destaqué mucho como jugadora y era como que me preguntaba qué les iba a poder enseñar yo a esas niñas», detalla. Sin embargo, enseguida conectó con ellas, un grupo con el que siguen a día de hoy, cuando son juveniles. «Me encantó poder ayudarlas no tanto como jugadoras, sino en esa parte de inteligencia emocional que a veces está abandonada: gestionar la frustración, trabajar dinámicas de equipo, de valores... Le dimos mucha importancia a eso y fue algo que me enamoró», indica.
Así comenzó a engancharse de nuevo al deporte y al club. Esta temporada, por primera vez, lleva otro equipo ella como primera entrenadora. Admite que no fue un paso fácil: «Siempre tienes dudas. Pero desde que estoy colaborando, conseguí mejorar a nivel personal esa parte de confianza. Aprendí mucho de mí misma, perdí miedos y gané seguridad», celebra. De inicio, temía no ser capaz de transmitirles cuestiones tácticas. «Pero me pudo más la ilusión que el miedo y estoy muy contenta». Además, añade, Fabio también le ayuda y echa mano de otros técnicos como Prades, que sigue ligado a la base: «Cuando está por allí, siempre aprovecho para preguntarle dudas».
A día de hoy, siente nostalgia cuando ve los partidos de División de Honor y extraña «lo bien que lo pasaba» jugando, pero tiene claro que la recompensa en forma de satisfacción personal que le dan los banquillos es mayor. «Disfruto más y tengo más nervios por las niñas que cuando jugaba yo. Lo vivo mucho más. Hace poco, tres chicas de el juvenil fueron convocadas con el primer equipo y me emocioné más que cuando debuté», confiesa.
Actualmente, el balonmano es su «vía de escape». Aparte de los dos equipos en los que está implicada de lleno, colabora con el resto, en especial con los más pequeños, desde grabando partidos hasta llevando aguas, pasando por sus entrenamientos. Admite que lo más duro es cuando alguna niña decide dejarlo, pero pesa más lo bueno, la satisfacción de que cuando tienen un problema, recurren a ella y puede ayudarles. Con su experiencia deportiva y, sobre todo, con la vital.