Ya está. Adrenalina. Sudor. Goles. Latidos acelerados. Lo había hecho tímidamente, transmitiendo más pereza que otra cosa en torneos veraniegos legañosos que invitaban al bostezo. Pero anteayer golpeó de verdad. El partido de la Supercopa de Europa entre el Sevilla y el Barcelona fue una de esas exhibiciones futbolísticas que espabila a un muerto. Certifica, un año más, que los futboleros deberán estar pegados al sillón o la barra del bar. Puede merecer mucho la pena. El martes, desde luego, la mereció.
«Para el espectador imparcial tuvo que ser un gran espectáculo», decía Javier Mascherano al término del encuentro. Lo fue, vaya si lo fue. Toda una montaña rusa de sensaciones. De la sorpresa inicial de un Sevilla que se puso delante en el marcador a la reacción-apisonadora de un Barça que acabó con 4-1. Luego, el Sevilla remonta con tres goles y fuerza la prórroga. Todo para que el final Pedrito, que horas antes de empezar anunciaba que se iba a ir del club, dé la puntilla final con un gol que supone el título.
Entremedias, rabia, tanganas, entrenadores desesperados, niños con camisetas de Messi entre el público, amagos de goles en los que se el corazón sale del pecho. Y en casa o en el bar el espectador que se sorprende a sí mismo liberándose y gritando «¡¡¡Goool!!!». Maravillosa sensación. ¿No la echabas de menos?