Maquiavelo invade la televisión

leoncio gonzález REDACCIÓN / LA VOZ

TELEVISIÓN

Series como «Juego de tronos», «Boss» o «House of Cards» reinventan el realismo para desvelar la cara oculta del poder

14 abr 2013 . Actualizado a las 06:00 h.

La nueva generación de series que se ocupan de la política, como Boss o House of Cards, tiene un rasgo en común que las diferencia de sus inmediatas predecesoras, como El ala oeste de la Casa Blanca. Es la crudeza con que representan las relaciones entre personajes, un realismo de extracción shakespeareana que suprime los velos del wishful thinking y los dibuja como posesos adictos al poder.

En la serie de Aaron Sorkin que protagonizó Martin Sheen, por ejemplo, los políticos se veían obligados a traspasar la raya y descender a las cloacas para sacar adelante sus proyectos. Sin embargo, no eran esencialmente perversos. Se encontraban de forma mayoritaria en el lado bueno y siempre volvían a él una vez terminada su incursión en la ciénaga. Reprensibles en sí mismas, las maquinaciones estaban justificadas por el bien que lograban a cambio; eran desviaciones tolerables por el servicio que prestaban a ideales decentes.

Los sucesores no merecen el beneficio de la duda. Tanto el taimado alcalde de Chicago Tom Kane (Boss), interpretado por un supremo Kelsey Grammer, como el vengativo senador Francis Underwood (House of Cards), al que da vida Kevin Spacey, son seres amorales y sin escrúpulos que pertenecen al lado oscuro y cuyo principal rasgo es chapotear en la depravación mejor que sus rivales. Psicóticos, mendaces, implacables, desleales y mentirosos, pueden considerarse los Macbeth y Ricardo III de hoy. Su mensaje es que las personas con la prerrogativa de aprobar las normas por las que nos regimos son cualquier cosa menos modelos de conducta aceptables.

Aparte de que quiera explotar un sentimiento popular de hartazgo con la élite dirigente, este realismo fuerte se inscribe en una tendencia general más amplia que se observa también en series que no tratan de la política directamente, como Modern Family, Weeds o Damages. Todas buscan ajustar los relatos a la experiencia cotidiana de los espectadores sin enmascararlos con falsos eufemismos, en lo que parece un nuevo concepto del entertainment: convertir a la televisión en el espejo que mejor refleje el tipo de sociedad que hemos creado.

Es como si quisiera demostrar, quinientos años después de la publicación de El Príncipe, que la pequeña pantalla es el medio que elegiría Maquiavelo para contar lo mismo si viviese hoy.

Esa tendencia se ve muy bien en Juego de tronos, una síntesis de Los Soprano y El señor de los anillos cuya tercera temporada se estrenó esta semana. Situada en un lejano pasado que bien podría ser la guerra de las dos rosas que desangró la Inglaterra del siglo XV, ha abierto un apasionado debate entre especialistas en relaciones internacionales que ven en ella un retrato del mundo presente o un aviso del que nos aguarda.

Megasaga geopolítica

Alyssa Rosenberg sostiene, por ejemplo, que el ciclo narrativo de George R. Martin es una «megasaga geopolítica» que describe la conducta de EE.UU. en el exterior. Nos encontramos, explica, en el interior de un mundo hobbesiano en el que el poder de la fuerza bruta prevalece sobre el derecho y en el que las buenas intenciones se sacrifican a los intereses. Reyes o quienes aspiran a serlo no dudan en recurrir a la conspiración y el asesinato cuando les conviene, sin dejarse constreñir por normas morales.

En el extremo opuesto, Charli Carpenter no ve en las hostilidades entre Lannister, Stark o Targaryen un retrato del presente sino la anticipación del futuro que sobrevendría si se llevase a las últimas consecuencia la realpolitik hoy imperante. El desorden surge, argumenta, cuando no se cumplen las reglas. Las ganancias que obtiene un poder sin justicia no pueden durar.

Muy interesante es también la observación del escritor John Lanchester, cuya última novela, Capital, versa precisamente sobre los estragos morales de la crisis. A su juicio, Juego de tronos es tan adictivo porque ha conseguido reproducir un mundo ficticio en el que nadie puede sentirse seguro, igual que ocurre en la vida real. Westeros, concluye, es una transposición de nuestro propio presente: todos somos precarios, ninguno de nosotros se encuentra hoy a salvo.