El latin jazz reivindica la figura de Dizzy Gillespie a los diez años de su muerte

Héctor J. Porto REDACCIÓN

TELEVISIÓN

ANTONIO ALONSO

El trompetista fundó el camino de la fusión con la pieza «Manteca», de la mano de Chano Pozo El músico fue el primer director que creó una plaza fija en su orquesta para un percusionista latino

03 feb 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

Igual de desapercibida que su colosal contribución a la música del siglo XX, así pasó la fecha del aniversario de su fallecimiento. Y es que ya han transcurrido diez años desde que un mortal cáncer de páncreas apagó el sonido de la retorcida trompeta de John Birks Gillespie, Dizzy , el 6 de enero de 1993. Algo que, salvo en el estricto ambiente jazzístico, no ha tenido un eco excesivo. Con sus enormes y populares mofletes, Dizzy era un hombre tranquilo, al estilo Ellington, muy lejos del bronco romanticismo con colofón fatal que lucieron otros trompetas como Fats Navarro, Lee Morgan o Chet Baker. Alguien que, con su aparente perfil bajo, revolucionó el jazz convencional (de raíz Dixie) con las armonías cubistas del bebop que él mismo inventó, junto a Charlie Parker y un puñado de colegas. Pero sobre todo, en momentos en que el latin jazz ha cobrado una relevancia tan espectacular -que atestigua el éxito de un filme documental como Calle 54 , de Fernando Trueba-, bueno es recordar a uno de los padres de la criatura. Porque Dizzy fundó este camino, eso sí, con la guía inestimable del trompetista y arreglista cubano Mario Bauzá, con quien coincidió muy joven (apenas tenía 20 años) a las órdenes de la batuta de Cab Calloway, en una de las orquestas más afamadas de la época. Los aires mestizos de algunas composiciones anteriores de Jerry Roll Morton, Scott Joplin, W.C. Handy o el propio Duke Ellington sólo fueron un juego personal o una leve y aislada fruslería. El encuentro La verdadera inflexión llegó en 1947 y se llama Manteca , una partitura cuya autoría se atribuye a veces alegremente a Dizzy. La historia es más caprichosa e incluye a un segundo patriarca, el gran Chano Pozo. El explosivo encuentro entre el conguero de La Habana Luciano Pozo González y Gillespie fue ideado por Bauzá, que para entonces era un músico muy bregado en los locales nocturnos -no en vano se había colado, para quedarse, en Estados Unidos en 1929 como trompetista de un imberbe Antonio Machín, tres años antes todavía albañil-. En 1947 Bauzá ya desempeñaba la dirección musical del combo latino que lideraba su cuñado (Machito y sus Afrocubans), en el furor naciente que la música de baile caribeña desató en la mítica sala Palladium, ante un público un tanto saturado por el demasiado cerebral bebop. Por el contrario, este frenético mundo era nuevo para Pozo, recién desembarcado en Nueva York. Ni sabía hablar inglés ni escribir música, pero el padrino Bauzá conocía su portentoso talento y lo citó con Gillespie, quien, para mayor dificultad, no entendía el español. Pero la chispa saltó, ¡vaya si saltó!, incontrolable. Chano tenía la canción en su cabeza y se la tarareó a Gillespie. Menos de un mes después -el 30 de diciembre- estaban grabándola en los estudios de la RCA. Manteca fue una bomba comercial imparable y Dizzy se convirtió en el primer director de orquesta que creó una plaza fija para un percusionista latino. La riqueza de ritmos cubanos, las complejas armonías del jazz y la delicada tormenta de las big bands se conjugaron para dar irreversible bautizo a la fusión latina, que empezaría apodándose cubop para consagrarse finalmente en la historia como latin jazz.