Son como el caballo de Atila. Pura maldad. Acechan en la Red y en las redes sociales. Buscan con denuedo erratas, pequeños desajustes, cagadas y fallos épicos. Cuando hallan una, empiezan a salivar, ponen el ventilador y esparcen la mierda. Reaccionan, alporizados y dignos, con autos de fe y cazas de brujas, demonizando al redactor y/o al usuario autores o responsables del texto o publicación. También atacan al medio o a la página que alojan o promueven el contenido. Y lo hacen con fiereza y sin dar cuartel, echando mano de cualquier tipo de teoría de la conspiración para establecer que detrás del supuesto error hay una intención maligna.
Son haters, «odiadores». Y como dice la Wikipedia, difaman o critican de forma destructiva por causas poco racionales o por el mero acto de difamar. No les gusta que a los otros les vaya bien. Pero los siguen. De forma compulsiva. Y llenan foros, espacios de participación, Twitter o Facebook de comentarios ácidos, casi siempre hirientes, muchas veces injustos.
Primos de los trolls, poco coherentes y contradictorios, son capaces de afear a un medio que escriba sobre la última provocación de Mariló Montero, pero luego buscan con insistencia sus fotos ligera de ropa en Google. Y si no las encuentran, echarán la culpa a algún becario. Como los «cuñados», saben de todo y nunca se equivocan.