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El prometedor Internet de las cosas no acaba de despegar

María Viñas Sanmartín
María Viñas LA VOZ

OCIO@

Fue el gran protagonista del último CES, pero este concepto, que anticipa que todos los objetos acabarán conectados a Internet, no termina de convencer

01 feb 2015 . Actualizado a las 11:31 h.

La literatura y el cine llevan toda la vida contándonos que algún día habitaremos en un mundo multiconectado, en el que las cosas funcionarán de forma inteligente, un discurso distópico que, sin embargo, empezó a tomar forma cuando Kevin Ashton propuso en 1999 el concepto de Internet de las cosas. «Si tuviéramos ordenadores que supieran todo lo que tuvieran que saber sobre las cosas, mediante el uso de datos que ellos mismos pudieran recoger sin nuestra ayuda, podríamos monitorizar, contar y localizar todo a nuestro alrededor, y de esta manera, reducir increíblemente gastos, pérdidas y costes. Sabríamos cuándo reemplazar, reparar o recuperar lo que fuera, y conocer si su funcionamiento está siendo el correcto. El Internet de las Cosas tiene el potencial para cambiar el mundo tal y como hizo la revolución digital hace unas décadas», sentenció entonces el investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts. La idea anticipaba, por ejemplo, que la nevera nos avisará cuando los yogures estén a punto de caducar o que los semáforos de peatones se mantendrán más tiempo en verde cuando identifiquen a una persona mayor cruzando la calle. Pero no solo eso. Ese mismo año, la Unión Europea calculaba que el Internet de las cosas ahorraría 200.000 muertes anuales en las carreteras europeas. Este enero, seis años más tarde, se convirtió en el gran protagonista del CES, la feria más importante del mundo de la electrónica de consumo.

El consumidor, sin embargo, no tiene tan claro que el futuro ya esté aquí. Habituado ya a los smartphones, el usuario medio todavía se pelea con los relojes inteligentes y, de momento, se encuentra a años luz de abrirle, desde el trabajo, el portal de casa al cartero a través de su teléfono móvil. ¿El problema? A falta de uno, dos. El salto cultural que supone un mundo en el que se delega tal responsabilidad a las máquinas y el habitual fantasma de la seguridad. Un estudio reciente entre consumidores estadounidenses, elaborado por la empresa de investigación de mercados Forrester Research, revela que solo un 28 % está deseando controlar sus electrodomésticos con el teléfono. Un 53 % no está interesado. Mientas, en el CES vaticinan que en el 2026 habrá 26.000 millones de objetos conectados a Internet.

Que empresa y usuario hablan idiomas diferentes es lo unico claro por ahora. Telefónica lanzó al mercado el pasado septiembre el Thinking Things para que los usuarios puedan conectar prácticamente cualquier dispositivo a Internet, sin instalar infraestructura adicional. A través de estos dispositivos modulares se puede controlar y administrar a distancia la temperatura, la iluminación y la humedad de su hogar. Google acaba de desembolsar 3.200 millones de dólares por Nest, una empresa que fabrica termostatos inteligentes que permiten ajustar la temperatura mediante los dispositivos móviles. Al mismo tiempo, aprenden patrones de comportamiento para crear una programación de temperatura fija. La meta del gigante de Internet, apuntan los expertos, es lograr la conexión del hogar en todos los aspectos. Pero todavía hay más. Las ciudades podrán controlar el número de plazas disponibles de aparcamiento, el tráfico y la calidad del aire; los cepillos de dientes registrarán la actividad de la limpieza bucal; los biberones empezarán a calentarse cuando detecten que los bebés se despiertan; sus pijamas avisarán a sus padres cuando se muevan o cuando varíe su temperatura a través de notificaciones en sus móviles; y podremos empezar a preparar la comida en casa desde el autobús para que esté lista cuando lleguemos.

Más desamparados aún

El lado oscuro de esa hiperconexión se localiza en la seguridad de los datos y la privacidad de las personas. ¿Quién nos garantiza que nuestro hogar vaya estar seguro si hoy los hackers son capaces de dejar al descubierto información confidencial de herméticas compañías como sucedió con Sony? ¿Qué consecuencias podría tener una fuga masiva de datos recogidos, por ejemplo, por pulseras biométricas que conocen nuestro estado de salud? Si este es el gran año del Internet de las cosas, asistiremos a la mayor demostración de que la información es poder.