No sé por qué me ha venido a la mente la taberna de Vicente. El pequeño local estaba situado en las cercanías del puerto y a el acudíamos puntualmente los viernes por la noche. A pesar de su reducido tamaño, daba cobijo a un buen número de clientes que disfrutaban del pulpo y de las jarras de ribeiro con sus inevitables tazas. Solo el precio, variable como el megavatio, podía causar una sorpresa en aquel gozoso escenario.
El pulpo era el polo de atracción de la taberna. Pequeño, pero sabroso; picante, pero en su punto, hacía olvidar las escasas penas de la semana. Rara vez la señora, Carmiña, se dirigía directamente a nosotros, utilizando a Vicente como intermediario: «Diles qué si quieren más pulpo que lo pidan, que vienen ahí unos de Foz». Dicho y hecho.
El vino merece un comentario aparte. La leyenda de que el patrón le añadía unos polvitos mágicos al vino para que pidiéramos más nunca pudo ser demostrada experimentalmente. Fuera o no cierta, el máximo efecto que conseguimos con aquel fluido milagroso fue que la Guardia Civil de Tráfico nos parara para identificarnos al ir «sospechosamente despacio».
Sobre el mobiliario, poco que decir. Recuerdo una pequeña nevera de apariencia normal situada cerca de la barra. Alguna vez, por la puerta entreabierta, pudimos intuir un queso fresco y unos platos de Duralex con pimientos de Padrón. Encima, un pequeño transistor negro hacía el papel de equipo de música. El resto, al uso de los ochenta: muebles de formica y algún que otro niño gritón fuera de horario.
Las tabernas no necesitaban diseño, son así porque tienen que ser funcionales para beber y comer. En los mesones, churrasquerías, etcétera, a alguien se le ocurrió que poniendo unas maderas y unos barriles estos establecimientos tendrían un aire de taberna, pero nada tienen que ver. Cada taberna tiene una personalidad única y no se puede franquiciar lo original.
No me gustan porque sean bonitas, las hay horribles, pero siempre tienen su encanto y las prefiero a las pijotabernas que huelen a nubes. En mi guía mental de tabernas siempre hay plantas a la entrada que conviven con el salchichón casero, o viceversa, embutidos en el umbral que cohabitan con flores olorosas de interior.
La semana pasada llamé a un establecimiento de comida a domicilio y le pedí una ración de pulpo y tres tazas; el gentil telefonista me mandó a freír pimientos y exclamó: «¡Esto no es una taberna!». La verdad, no sé qué se puede esperar de un mundo donde la gente pide que le traigan las sardinillas en moto en lugar de acercarse a charlar a cualquier taberna en torno a unos vinos.
Desde mi cerebro vintage recuerdo con cariño los días pasados en la taberna de Vicente y Carmiña y algunas noches, como cantaba Gardel, llamo a su puerta: «Tabernero que idiotizas, con tus brebajes de fuego, sigue llenando mi copa, buen amigo tabernero». «Sigue llenando mi copa, ja ja ja ja, Que yo no tengo remedio».
Bota outra, Vicente.