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La monja alférez: la vida de un hombre atrapado en cuerpo de mujer

E. Abuín REDACCIÓN / LA VOZ

SOMOS MAR

cedida

Catalina de Erauso, la monja alférez, fue enviada por su padre a un convento con 4 años, se escapó y se enroló como grumete para cruzar el charco a América

11 mar 2023 . Actualizado a las 10:15 h.

De Catalina de Erauso se han escrito memorias, novelas y hasta guiones de películas. Así que no podía faltar como tema de conservación de Un café con Eva, en RadioVoz. Raúl Villa, doctor ingeniero naval, oficial de la Armada y capitán de la marina mercante, y Bartolomé Cánovas, capitán de navío, que firman el libro La mujer en la mar: historias de sueños cumplidos, sorprendieron a Eva Millán con las aventuras y peripecias de un personaje que provoca admiración y repulsa a partes iguales. Respeto por el arrojo y valor que le hizo revolverse con el destino que le había marcado su padre —meterla en un convento— y repugnancia por pendenciera, ludópata, ladrona, asesina y putera. Van en femenino, pero deberían ir en masculino, no en vano la propia Catalina confesó que era un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer.

Catalina es también buena prueba de que el mundo es un pañuelo. Ahora y recién salidos de la Edad Media, en los siglos XVI y XVII cuando se desarrolló la historia de la monja alférez.

Nacida a finales del siglo XVI en San Sebastián, Catalina fue internada en un convento con sus tres hermanas por designio de su padre, que había prometido entregar a sus varones al Ejército y sus hijas a Dios. Pero ya desde el primer momento se metió en líos. Rebelde como era tuvo problemas continuos con las monjas y acabó escapándose y huyendo hasta llegar a Valladolid, capital entonces del reino. Lo hizo vestida de hombre y con una de las muchas identidades masculinas que adoptó a lo largo de su vida.

Allí se convirtió en paje del secretario de cámara del rey Felipe IV y estuvo años viviendo feliz hasta que un día, encargada como era de recibir a los que llegaban a esa casa, apareció su padre. No la reconoció, pero fue suficiente para que Catalina pusiese los pies en polvorosa y emprendiese de nuevo la huida. Una huida que la llevó a América, enrolada como grumete en un galeón. A la hora de regresar, no lo hizo. Robó unos pesos en el camarote del capitán y se quedó en América metiéndose en líos que dieron con sus huesos en la cárcel.

Después se alistó en el Ejército, pues estaban reclutando soldados para enfrentarse con los indios mapuches en el sur de Chile. Y ahí que fue a acabar en el regimiento de su hermano Miguel. Sin revelarle su parentesco se hicieron buenos amigos, hasta que este descubrió que Catalina le tiraba los tejos a una de sus amantes. Lo largó con cajas destempladas de su regimiento y esta siguió luchando contra los mapuches, con una valentía y arrojo que le llevaron a ser ascendida a alférez.

Era época en la que las afrentas se resolvían con duelos a muerte. Y Catalina acudió a uno como padrino de uno de los ofendidos. Por lo visto era un día de niebla en el que no se podía distinguir al contrincante y tras la lucha, cuando había herido de muerte a su contrincante, se dio cuenta de que era su hermano.

Vida de novela

Una vida de novela con idas y venidas de España a América y que despertó la admiración del mismísimo papa. Urbano VIII, que le concedió permiso para seguir vistiendo y firmando como hombre.

Claro que antes había tenido que confesar el engaño al obispo, al que había pedido amparo como homicida buscada por todo el Perú como entonces era. A este confesó el engaño, que era una mujer que se había vestido de hombre. Una vez certificado que así era, el obispo le conmutó la pena de muerte a la que había sido condenada por la reclusión en un convento. A partir de ahí se conoció su historia y su fama circuló por todo el virreinato.

Las peripecias de Catalina están trufadas de anécdotas que más parecen invenciones que sucesos verídicos, pero así han llegado a estos días. Como que en una de sus múltiples huidas tuvo que comerse su propio caballo, que fue acusada de rajar con una navaja la cara de una mujer con la que discutió y le propinó un zapatazo en la cara, o que no fue ascendida a capitán y se quedó como alférez porque mató al líder de los mapuches en lugar de entregarlo vivo como se le pedía.

A pesar de todas sus maldades, lo cierto es que la monja alférez despertó admiración incluso en el rey Felipe IV, al que pidió reunirse con el Papa. Tras el encuentro y la bendición del sumo pontífice para que siguiese llevando pantalones y firmase con su nombre masculino su leyenda fue agrandándose al tiempo que desaparecía de la vida pública.

Se dice que regresó a América, donde falleció a mediados del siglo XVII.