Mariñeiro primero, bateeiro después, a Juan José Rial le preocupa la escasez en la ría

rosa estévez
Licenciada en Ciencias da Información pola Universidade de Santiago de Compostela

Juan José Rial Oubiña se acomoda en el puerto de A Illa, sobre los nuevos pantalanes. «Isto agora está moi ben», dice. A sus 81 años, tiene perspectiva más que suficiente para afirmar que «o mundo cambiou moito. Nalgunhas cousas para ben. Noutras... Tamén para ben». Ahora, por ejemplo, ningún rapaz se embarca con doce años, como hizo él. «Era o que había que facer, polo menos aquí na Illa». El mar era la salida evidente para contribuir a la economía familiar en un momento en el que en esta pequeña localidad arousana había hasta nueve conserveras funcionando. «Din que chegou a haber once, pero eu non as recordo», explica.

Las primeras veces que se subió a un barco para trabajar, lo hizo en compañía de su tío. Luego, con catorce años, formó equipo de trabajo con su padre y con sus hermanos. Tenían dos dornas que llevaban a remolque para trabajar al racú (cerco) durante los meses de verano, y a partir de octubre al marisqueo. Recuerda la apertura de la campaña de la almeja y el berberecho como un momento de fartura, de dinero seguro, de saldar cuentas enormes con las tiendas de la localidad, que durante los meses del verano no cobraban, apuntaban en una lista.

Recuerda el oficio del raño como un trabajo duro. «Tés que tirar del», dice sonriendo con los ojos. «Antes, canto máis tirabas, máis collías. Agora non hai ameixas na ría; ir a elas é como quen anda a buscar ouro. Non hai marisco. Os biólogos aínda non deron coa enfermidade que ten o mar. E a enfermidade que ten o mar é todo o que botamos nel», señala. Quedaron atrás, muy atrás, aquellos tiempos en los que «no Ulla había berberechos a barullo; había quen enchía a dorna tres veces»

Apunta a las lanchas de marisqueo amarradas allí al lado. En ellas se ven los tubos que usan los rañeiros para alcanzar los fondos. «Antes eran de madeira. O primeiro tramo de madeira de eucalipto, e despois outros de madeira máis delgada. A mellor era a de mimosa. Nós iamos a coller as varas á do marqués de Rubiáns», dice haciendo memoria.

Durante sus primeros años en el mar, Juan José, al que todos conocen en A Illa como Perla, conoció los rigores de la pesca. De «saír sen saber a onde ías». De dedicarse a coger todas las especies que pudiesen tener algún valor: volandeira, ostra, alcriques y hasta los «pateiros», unos cangrejos encarnados que se vendían para abonar las tierras. Los de su familia eran dos dornas más de las que componían la gran flota pesquera que había en A Illa hasta que, en los sesenta, llegó la revolución del mejillón.

Acababa de volver Juan José de Alemania, donde estuvo emigrado. «Comprámoslle ás bateas a un señor de Ribeira. Catro bateas cheas de mexillón por 275.000 pesetas (unos 1.652 euros)». Para la época era mucho dinero, sobre todo porque en aquel entonces aún nadie tenía muy claro que el negocio fuese a funcionar. «A xente tiña medo a gastar os cartos e que se foran polo mar abaixo», recuerda.

«Cando empezou o mexillón, o que máis lata daba era ir vendelo e conseguir cobralo»

«O traballo da batea non tiña nada que ver coa pesca. Sabías onde ías. Pero daba moita lata o vender e o cobrar o mexillón», señala. Y eso que el producto ya se trabajaba antes de la aparición de las mejilloneras: había barcos que A Illa que recorrían largas distancias para recogerlo en las rocas y vendérselo a las conserveras. El recuerda, riendo, que uno de los conserveros isleños «nunca me comprou nin un quilo de mexillón». ¿Por qué? Porque cuando pescaban, Juan José se dirigió a él, un día, sin poner delante de su nombre el «don». Enfadado, el empresario no le compró las capturas del día, que finalmente lograron vender a un precio mucho mayor en otro puerto, arrastrando a otros proveedores tras ellos. «Nunca o esqueceu».

En el mundo de las bateas, los cambios se han dejado notar más que en el del marisqueo. Las bateas son ahora mejores, los barcos son mejores, el trabajo es mejor. «Cala a boca! Agora non ten nada que ver, antes todo se facía a pulso e para facer setecentos sacos botabas tres días. Agora botas tres horas... Hai unhas comodidades fóra de serie».

La faena se ha aligerado, es verdad, pero este sector también tiene que lidiar de unos años para acá, con esa escasez que parece afectar al mar gallego: «Non hai cría. Daquela, ata se ía vender a Palmeira para estercar a terra», recuerda Juan José. Ahora, conseguirla se ha convertido en un quebradero de cabeza para los bateeiros. Entre que hay poca, y que el derecho a extraerla lo reivindican algunas cofradías, la cosa es seria. Los bateeiros se desplazan por toda la costa gallega, pero eso tampoco es nuevo: Juan José recuerda hacerlo. «Temos chegado a Cíes, moitas veces. E ao Pindo. Hoxe, no Pindo non hai nada».