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Cada año acaban en la basura el 40% de todos los alimentos que se producen

Raquel C. Pico COLPISA | MADRID

SOSTENIBILIDAD

PACO RODRÍGUEZ

A nivel global, esto supone perder 545.000 millones de euros anuales, una paradoja económica y moral en un mundo en el que una de cada 9 personas pasa hambre

29 abr 2023 . Actualizado a las 11:03 h.

La historia la puede contar un humilde tomate, un alimento bastante universal, que encontramos todo el año en los supermercados y una guía para comprender el elevado impacto que tiene el desperdicio de alimentos en la balanza final de la cesta de la compra global. De cada 100 tomates que los agricultores recolectan de las tomateras, solo entre 59 y 72 llegan al mercado final. El resto se van quedando por el camino, convertidos simplemente en desperdicios.

El ciclo de vida _y de desaparición_ del tomate es el que han usado los analistas de McKinsey en su último estudio Reducing food loss: What grocery retailers and manufacturers can do como guía para comprender qué ocurre con la pérdida y el desperdicio global de alimentos. Sin embargo, esta fruta es solo una gota en un inmenso océano: cada año, se pierden en todo el mundo entre el 30 y el 40% de todos los alimentos que se producen. En términos económicos, esto tiene un impacto de unos 545.000 millones de euros.

Pero el efecto de esta situación no está solo en lo que supone para las cuentas económicas, sino también en lo que implica para el planeta y sus habitantes. Mientras todos esos alimentos se acaban convirtiendo en simples residuos, las cuentas de McKinsey apuntan que una de cada 9 personas en el planeta está pasando hambre. Y, además, producir todos esos alimentos que nadie va a comer está generando emisiones o lastrando los acuíferos: es decir, está teniendo una huella de carbono que, en realidad, no tiene ningún retorno.

Para comprender por qué tantos alimentos acaban en el cubo de la basura se puede volver a echar mano del tomate y lo que pasa en su ciclo de comercialización. Ignacio Marcos, socio de McKinsey, explica que, de entrada, ya se producen desperdicios en la propia fase de la agricultura. «Las técnicas agrarias no son todo lo sofisticadas que deberían en todos los centros de producción y se sigue no maximizando el regimiento», apunta.

«Luego, se sigue dañando bastante productos en las fases de recogida, almacenamiento y preparación para el transporte», añade, apuntando también que no todos los productos pasan ya ese filtro porque no todos cumplen con lo que se espera en la cadena de valor. Esto es, un tomate puede ser perfectamente apto para el consumo humano, pero no encaja con lo que nos hemos acostumbrado a ver en los supermercados. «Habría que buscar alternativas para ese tipo de productos para que pudiese ser consumido», indica.

Cuando entra en la siguiente fase _los centros de producción y procesamiento_ Marcos apunta que sigue habiendo desperdicio. Y tras ello llega una siguiente fase compleja: «Por último, en la parte del consumo donde distribuyes el producto _sobre todo los frescos_ a muchísimos supermercados, mercados, restaurantes y demás». «Por desgracia, pues la oferta demanda no es perfecta, acaba habiendo productos que no se venden o que no se consumen», indica.

Cómo reconducir las cosas

Aunque esta es una situación dramática, no tiene por qué ser un sin vuelta atrás. Para la industria de la alimentación es ya un problema bastante presente. «La industria tiene interés en mejorar y ellos son los primeros que se están poniendo objetivos en algunos casos por encima de lo que les pide la regulación», explica Marcos, aunque también recuerda que necesitan espaciar las inversiones y que, en ocasiones, como ocurre con la muy fragmentada parte agraria, la capacidad para hacer ese gasto es más reducida.

«Esta acción da beneficio en todas partes», asegura Marcos. Ahora que las compañías están tan preocupadas por los criterios ESG y que buscan ser lo más eficientes a la hora de enfrentarse a ellos, la reducción del desperdicio alimentario es una manera de hacerlo, por así decirlo, holística. Al corregir las cosas, se impacta en muchas áreas conectadas con los objetivos de desarrollo sostenible. «Todo alimento producido desperdiciado también consume CO2, agua y otros recursos», recuerda. Al reducirlo, se están mejorando múltiples parámetros de sostenibilidad.

Cambiar cómo se hacen las cosas y cómo se gestionan las cadenas de producción y distribución puede tener un impacto directo sobre cuántos alimentos llegan al consumidor final y cuántos se evita que acaben convertidos en simple basura. Las estimaciones de la consultora indican que el problema se podría atajar entre un 50 y un 70%.

De hecho, Marcos ejemplifica como ya en esa última fase del desperdicio alimentario se están aplicando ya acciones y medidas que permiten cambiar las cosas, como las cadenas de supermercados que hacen promociones de aquellos productos a los que le queda una vida más corta o las apps y servicios que se centran en darles salida rápida.

Sin embargo, se pueden aplicar mejoras a las diferentes áreas para eliminar el desperdicio en producción y atenuarlo en la cadena de suministro. Marcos indica que ven «grandes patas» de potencial trabajo. Así, apunta a una «mejora agraria con mejores técnicas de cultivo» y también de gestión de deshechos, que permitirían volver a introducir lo sobrante en el ciclo de forma innovadora -por ejemplo, creando piensos o nuevos productos alimentarios-. Igualmente, apuesta por una «mejora en la planificación de la demanda y en la gestión de procesos dentro de las fábricas para eliminar el desperdicio en producción».

Y, a la par, importa lo que ocurre cuando se llega a la parte final, esa de suministro que hace que los productos se conviertan en alimentos en nuestra despensa. Aquí, el experto cree que es importante trabajar en la innovación para «buscar soluciones y plataformas que hagan que el producto que va a ser desperdiciado esté disponible» y que los consumidores sean así conscientes de ello.

Incluso, a nivel individual se podrían cambiar los patrones de consumo para lograr reconducir la situación. De entrada, habría que pararse a pensar en qué suponen estas cifras y qué implican. Cuando se le pregunta a Marcos si cree que las personas son conscientes de que este impacto económico es tan elevado, reconoce que no cree que la gente tenga la consciencia de que lo sea.

También añade que en los análisis están viendo que «el alineamiento entre la conciencia y las actitudes de las personas está evolucionando todavía bastante lento». Una muestra está en que todavía son pocos los consumidores que pagarían más por ciertos productos si con ello se les asegurase que es sostenible, pero también en cómo navegamos en el propio supermercado. «Los productos cortos de fecha, los supermercados tienen que vender mucho más baratos para sacarlos adelante», recuerda Marcos, «no es que el consumidor diga 'uy, como hoy voy a comer tomate me llevo estos y hago algo buen por el planeta'».

Ahí está quizás otra de las grandes claves para reducir el impacto: el experto invita a «que aceptemos productos que se pueden consumir, aunque no sean perfectos».