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Tres fincas en una jornada que terminó pasadas las cuatro y media de la tarde

Miriam Salgado OURENSE / LA VOZ

SOMOS AGRO

Martina Miser

25 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

A la una y cuarto, con el sol encima de nuestras cabezas, volvimos al ruedo. Fue en ese momento en el que a Carmen se le rompió el muelle de la tijera. Nadie nos podía dejar una, pero teníamos que hacer nuestro trabajo, así que para lograr la suficiente presión como para hacer el corte, había que meter un dedo por el medio, a modo de palanca. A las tres acarreábamos capazos y la segunda botella de agua que habíamos llevado, pero ya vacía. Nos quedaba una hora y media para irnos y teníamos la garganta destrozada entre el frío de la mañana y la sequedad de trabajar el campo bajo el sol de mediodía. Nos preguntábamos si en algún momento alguien gritaría: «¡A beber!». Eso no llegó a ocurrir.

A las cuatro y media ya habíamos casi acabado de podar la tercera finca. Las tripas nos rugían. Llevábamos casi dos horas sin beber agua. Estábamos agotadas. La espalda dolía. Las manos dolían. El dedo que aparatosamente habíamos usado como muelle para la tijera no dolía, ese no se llegaba ni a sentir. Entonces me levanté y pregunté a los vendimiadores que cuándo se acababa, porque eran las cuatro y media pasadas.

Diez minutos después nos sentamos en el coche rumbo a casa. Teníamos que comprar unas tijeras nuevas para el día siguiente. Reponernos. Encontrar cuanto antes un lugar en el que beber. Quitarnos la cal del pelo. Lavarnos el barro de los brazos. Comer algo que requiriese de cubiertos. Y echar gasolina. El viaje de vuelta fue en silencio. Las dos íbamos haciendo cuentas sobre si sesenta euros por todo este trabajo eran rentables. Nuestra conclusión, acertada o no, fue que a fin de cuentas por ese salario, al que había que restarle todos los gastos, más los distintos dolores, el «vuelva usted mañana» estaba bien, pero no para nosotras.