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Un día en la vendimia: «Tijeras rotas, capitanes y capachos de uvas»

Miriam Salgado OURENSE

SOMOS AGRO

Carlos Castro

Una sola jornada recogiendo uva fue suficiente para comprobar que no íbamos a volver

27 sep 2021 . Actualizado a las 09:26 h.

Una de las cientos de jóvenes que acuden como temporeros a la vendimia cuenta cómo es la recogida de la uva para alguien que acude por primera vez a la campaña:

Siete y media de la mañana. Cojo la A-52 en dirección a la zona de O Ribeiro. Llevo conmigo una sudadera, dos botellas de agua de un litro, algo de pan y embutidos. Me aseguro de guardar el elemento estrella dentro de la mochila: unas tijeras de podar. Lo reviso todo varias veces porque sé que, en caso de olvido, solo podré balbucear un tímido buenos días y darme la vuelta. La jornada empieza exactamente a las ocho y media de la mañana, pero todo el grupo de vendimiadores queda antes para desplazarse hasta el viñedo porque, en realidad, a las ocho y media ya tienes que comenzar a llenar capazos en serie.

A la vendimia se suele ir por parejas o cuadrillas. Yo fui con Carmen, mi mejor amiga. Ella, titulada en psicología. Yo graduada en periodismo. Ambas camareras. Por eso, por el fracaso universitario y la inestabilidad que te ofrecen los bares, más aún de cara al invierno, nos lanzamos a sacarnos unos cuartos en la vendimia. Llegamos tres minutos tarde. Digo tres y no cinco porque, como descubriríamos a lo largo de la jornada, los tiempos importan. Le explicamos al patrón que no solo nos perdimos para llegar al lugar, sino que además tuvimos que parar porque un hombre había decidido coger una rotonda por el medio llevándose con él todas las señales. No le contamos que las dos sentimos el accidente de aquel conductor como una señal de mal augurio.

Sin ninguna otra palabra, pero con cara de pocos amigos, nos mandó a cortar a cualquier fila. Así pasamos las dos primeras horas mientras la niebla iba descendiendo y dejándonos la ropa calada. La sensación de frío se iba intercalando con los chistes que hacíamos, al fin y al cabo, quien puede atender una terraza con cuarenta mesas en un atardecer de verano sin ayuda, no tiene nada que temer a una vid. «Las uvas al menos no hablan», reíamos.

Para la tercera hora ya notábamos dolores de garganta y que la motivación con la que habíamos iniciado la tarea estaba dando los primeros golpecitos de aviso sobre nuestras lumbares. No solo hay que cortar el racimo, de pie o agachado, también hay que coger el capacho y llevarlo contigo hasta que esté lo suficientemente lleno, es decir, lo suficientemente pesado. En esas andábamos cuando apareció «el capitán», que no dudó en demostrar cuales eran sus funciones ahí. Se acercó a una pareja de vendimiadores que teníamos al lado y los gritos desde «inútiles» hasta «así no os vais a ganar ni el puto bocadillo de hoy» fueron un bombardeo.

En vista de la metralla que quedó en el aire, mi amiga y yo decidimos bajar la cabeza y ponernos a cortar más rápido. Nuestro silencio nos permitió escuchar los comentarios de gente mayor, experta: «Es que a este no le sirve nada», «ten cuidado que no te vea lanzar el racimo así», «normal que este año no encuentren gente, para lo que pagan tener que soportar a estos…».

Con el agobio, la falta de explicaciones y las ganas de no volver a cruzarnos con la mirada del capataz, decidimos alejarnos del resto y cortar. Cortar todo lo que pudiéramos. Cortar sin pestañear. Cortamos con tanto ímpetu que para cuando nos dimos cuenta todo el odio que puede caber en un grito se posó sobre nosotras. El capitán nos había encontrado. Estaba entre el estupor por todo el trabajo que habíamos hecho dos chiquillas huesudas solas en poco menos de veinte minutos y el máximo grado de cabreo: estábamos cortando vino tinto. Fue la única indicación que dio en toda la mañana, pero eso solo lo oyeron los que no tardaron tres minutos en llegar, como nosotras. Un poco antes de las doce de la mañana cambiamos de finca.

Carmen y yo nos miramos como tratando de enviarnos fuerzas la una a la otra. Las dos sabíamos por dentro que estábamos cansadas, que nos dolía el cuello y que se nos habían cargado los hombros. También éramos conscientes de que en cualquier levantamiento de capacho se nos pinzarían las lumbares y tendríamos que abandonar el partido. Aunque, de todos los males, el peor era tener la certeza de que ante el mínimo error la voz del capitán soplaría detrás de nuestra nuca.

En la segunda finca la situación era distinta, era peor. El día se había despejado por completo y el sol empezaba a picar. Los veteranos iban preparados con viejas gorras. Nosotras nos quitamos las sudaderas con resignación. Para la hora de comer ya estábamos envueltas entre la suciedad de las hojas, el barro, la cal con la que se espolvorea a algunos viñedos para alejar al jabalí y, por supuesto, el jugo de las uvas.

Entonces, por fin, se dio el segundo milagro: «¡A comer!», se oye a lo lejos. Corrimos dirección al coche atravesando las filas del viñedo y, cuando casi estábamos al lado del vehículo, el capitán apareció de nuevo para preguntarnos si habíamos acabado nuestra fila, porque si no era así, no habría comida. Pero sí, lo habíamos conseguido. Tenéis quince minutos para volver a estar en vuestros puestos», sentenció.

Volvimos a apurar el paso hacia el coche. Nos preparamos dos sándwiches de pavo y queso. Algo que se pudiese morder con facilidad porque ya habíamos perdido minutos. Teníamos fruta, chocolate y sed. Nos vimos en la obligación de priorizar. Allá se fue una botella de agua entera. La segunda decisión fue más complicada: podíamos buscar algún lugar entre los coches más alejados para usarlos como baño o encendernos un cigarro sentadas en los asientos. No mover ni un solo músculo durante un minuto fue la apuesta ganadora.