Ratzinger, el papa que pudo reinar

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01 ene 2023 . Actualizado a las 13:25 h.

En abril del 2005, cuando fui acreditado por La Voz de Galicia para informar sobre el Cónclave que lo eligió papa, nadie le negaba a Joseph Ratzinger el enorme liderazgo que ejercía sobre el Colegio Cardenalicio, cuya base, se decía, era la profunda amistad que le unía al papa Wojtyla. Por dicha amistad se suponía que, si Ratzinger vencía el viejo aforismo del Cónclave —«el que entra como papa sale de cardenal»— y obtenía la elección de verdad, mantendría la línea integrista y conservadora de su antecesor. Pero la realidad era que el prestigio de Ratzinger estaba enraizado sobre una conducta moral intachable, una gran afabilidad personal, un nivel excelente de inteligencia y cultura, y un magisterio teológico probado e diversas circunstancias. Y por eso puede considerarse un éxito del Espíritu Santo que, en contra de todas las veleidades que animaban a escoger un papa capaz de mantener el tirón mediático de Wojtyla, elevase a la cátedra de Pedro a un antiguo profesor de Tubinga cuya primera tarea debía ser contrarrestar la imagen de teólogo retrógrado e inflexible que le había asignado la opinión publicada.

La realidad es que Benedicto XVI fue un papa muy diferente de Juan Pablo II que, sin una sola concesión al populismo teológico y a la evangelización mediática, puso su objetivo en la reevangelización de Europa, dispuesto a dar respuesta a los grandes temas que explican la crisis innegable de la cristiandad occidental. Ratzinger creía que Occidente había perdido la unidad de la fe, y que el cruce de mensajes entre las diversas iglesias cristianas confundía y debilitaba la vida eclesial. También pensaba que la Iglesia Católica no podía sentirse acomplejada frente a los que, sin afirmar a Jesucristo, quieren hacer un juicio de aciertos y errores sobre la fe y la moral cristiana. Porque estaba seguro de que toda estrategia de evangelización debe estar inculturada, y que la necesaria apertura de la Iglesia hacia nuevos horizontes ha de hacerse sin poner en peligro la unidad del cuerpo místico de Cristo.

Por eso decepcionó a los que apostaban por una revolución de la teología y la moral (Hans Küng, Boff y sus escuelas), y a los que pensaban que, para congraciarse con esa sociedad europea que abandona la práctica religiosa, hay que amoldarse —como si hablásemos de política— a las exigencias de modernidad. Decepcionó también a los que, pensando que el pluralismo teológico puede ser la piedra filosofal que consiga la reunificación de los cristianos, quieren desposeer a Roma —por decirlo de la forma más dura— de la autoridad que ejerce para mantener la catolicidad de la Iglesia.

Alguna vez he definido la crisis de la Iglesia católica basándome en la indiferencia y la deserción. Frente a lo que sucedía en los tiempos de Lutero, cuando todas las posiciones en liza hablaban del Evangelio, los años finales del siglo XX pusieron de moda la respuesta doctrinal a las demandas de la nueva sociedad, como si el referente básico del «invento» hubiese experimentado una nueva revolución copernicana. Y siempre creí que la máxima expresión de esta crisis fue Juan Pablo II, que, habiendo batido el récord de encíclicas escritas y discursos pronunciados, también batió la marca de menos páginas leídas, y la de más libretos arrojados al cesto de los papeles.

Punto esencial del plan de Ratzinger, e inicio también de su divino fracaso, fue su conferencia en la universidad de Ratisbona, que constituyó un magistral resumen de la realidad intelectual de Occidente, y del reconocimiento de dos planos —trascendental e inmanente— que conviven en la articulación de nuestro orden cultural, moral y político. Lo que dijo allí —«No actuar racionalmente se opone a la esencia de Dios»— es una afirmación de la cultura europea hecha desde la fe, que, además de culminar ocho siglos de esfuerzo dedicados a la construcción de una cosmovisión compatible con la libertad política y religiosa, sienta las bases para la formulación de la ética global que también reclamó Hans Küng, el otro gran intelectual de Tubinga, como respuesta al problema de fragmentación social y moral que invade las sociedades avanzadas.

Por eso debimos ponernos al lado del papa y, afirmando nuestra libertad y nuestra visión secularizada del orden mundial, decir una y mil veces que la razón y la fe se equilibran en la balanza que rige nuestras perennes construcciones sociales y políticas. Pero la Iglesia —seamos sinceros— tuvo miedo. Y prefirió apostar por nuestra seguridad antes que hacerlo por nuestros principios. Y por eso dejamos solo Benedicto XVI, frente a una cita que consiguió ofuscar la profundidad de su discurso. Iba bien el emérito muerto, pero no tuvo fuerzas para seguir. Y —gran lección— abdicó de su poder. Lástima que no lo hiciese vestido de negro, y en un humilde monasterio de su querida Alemania, donde los muchos días que tardó en morir hubiesen sido más dulces y más fáciles de explicar.

Escribiendo estas cosas, me acordé del historiador Von Ranke, alemán como Ratzinger, que en su admirable Historia de los papas, que es en realidad la historia de la Europa Occidental entre los siglos XVI y XX, apostó, por la excepcional importancia y éxito del Concilio de Trento, que, mediante una vuelta a la unidad doctrinal y a la identidad cristiana, consiguió reponer el prestigio y la fuerza de la Iglesia católica en el momento en que la Reforma de Lutero amenazaba con unirla de muerte. Quizá ese libro, que Ratzinger debía conocer muy bien, le convenció de que la restauración del Estado más viejo y simbólico del mundo no va a llevarse a cabo cediendo sus principios, sino volviendo a ellos con inteligencia, generosidad y profundidad del conocimiento histórico.

Descanse, pues, en paz. El papa que más y mejor pudo reinar.