Así se convirtió Joseph Ratzinger en Benedicto XVI: el defensor del dogma y el poder en la sombra

R. Romar, A. M.

SOCIEDAD

De talante conservador, el emérito, fallecido este sábado a los 95 años, fue el hombre que veló por la pureza de la doctrina, y pasó a ser el azote de la teología de la liberación y la mano derecha de Juan Pablo II

01 ene 2023 . Actualizado a las 15:37 h.

De pequeño soñaba con ser pintor de brocha gorda, pero a este alemán, duro de apariencia y afable en distancias cortas, le tocó dibujar la Iglesia del siglo XXI. Así llegó se convirtió Joseph Ratzinger en Benedicto XVI, fallecido este sábado, 31 de diciembre, a los 95 años. Incluso escondido en su innata timidez, fue firme para eliminar borrones que amenazaran con manchar un evangelio impoluto que defendió con fervor desde su puesto de vigía de la fe. Ratzinger no escribía con renglones torcidos y se planteó reevangelizar Europa y defender «con uñas y dientes los grandes valores morales contra la evolución de las mentalidades».

Nació el 16 de abril de 1927 en el seno de una familia humilde de la Baja Baviera, en la localidad alemana de Maktl am Inn. Su padre era comisario de policía y a ratos trabajaba como maestro, lo que aliviaba un poco la maltrecha economía familiar. Aquella del cabeza de familia les obligaba a vivir en una eterna mudanza, de pueblo en pueblo, de escuela en escuela. En uno de esos traslados, en 1932, debido a la abierta oposición de su padre hacia el nacional-socialismo, la familia Ratzinger se vio obligada a mudarse a Auschau am Inn, al pie de los Alpes. Finalmente en 1937 su padre pasó al retiro y se instaló con toda la familia a Hufschlag, en las afueras de la ciudad de Traunstein, donde Joseph pasaría la adolescencia. Allí inició sus estudios en el Gymnasium de lenguas clásicas, donde aprendió latín y griego. Su facilidad con las lenguas lo demostraría más adelante, al dominar diez idiomas.

En 1939 entró en el seminario menor en Traunstein, dando así el primer paso en su carrera eclesiástica, pero la guerra lo apartó unos años de los estudios, cuando el Ejército alemán lo reclutó, en 1943, en la Flak (escuadrón antiaéreo). Pasó por el entrenamiento básico de la infantería alemana, pero debido a su pobre estado de salud se libró de buena parte de los rigores propios de la vida militar. En la primavera de 1945, cuando las fuerzas aliadas se lanzan a tumba abierta hacia Alemania, Ratzinger abandonaba el ejército y regresaba a su casa en Traunstein. Cuando llegaron las tropas norteamericanas hasta su ciudad, establecieron su centro de operaciones en casa de los Ratzinger, identificaron a Joseph como soldado alemán y lo enviaron a un campo de prisioneros de guerra, del que no saldría hasta el 19 de junio. Cinco meses después, Joseph y su hermano Georg reingresaron en el seminario. En 1951, el 29 de junio, fue ordenado sacerdote y dos años más tarde recibió su doctorado en Teología por la Universidad de Múnich. 

Muy pronto, sus cualidades intelectuales lo convierten en poco tiempo en uno de los teólogos más prometedores de la Iglesia alemana. Y al principio destacó como uno de los jóvenes exponentes de la línea progresista. Hasta que su trayectoria experimentó un giro considerable en los años siguientes. Su posición teológica se alejó de la línea progresista defendida en el Vaticano II hacia un catolicismo más conservador y una visión pragmática de cómo defenderlo y extenderlo, utilizando los medios de comunicación. Pero antes de esa revolución personal destacó en su labor pedagógica, que inició como profesor de Teología Fundamental en la Universidad de Bonn, para luego, en 1966, ocuparse de la cátedra de Teología Dogmática en la Universidad de Tübingen. Su elección fue fuertemente apoyada por el profesor Hans Küng. Ratzinger había conocido inicialmente a Küng en 1957 en un congreso en Innsbruck. Luego de revisar el trabajo doctoral de Küng, dijo Ratzinger: «A pesar de que su estilo teológico no es el mío, lo leí con placer y el autor me suscitó respeto. pues su apertura y su rectitud me gustaron bastante». Fue de las pocas cosas agradables que Ratzinger dedicó al teólogo alemán, al que con los años apartó de la docencia en nombre de la Iglesia. Küng, por su parte, se convirtió en su más fiero crítico. Entre sus alumnos en Tübingen, también se encontraba el brasileño Leonardo Boff, que años más tarde se convirtió en el alma de la teología de la liberación, una de los movimientos que quitó el sueño a Benedicto XVI. En 1962 acudió a Roma como consultor del alemán Fring para participar en el Concilio Vaticano II.

En 1969, desencantado con su encuentro con la ideología radical de Tübingen, se trasladó de nuevo a Baviera, donde asumió un puesto de profesor en la Universidad de Ratisbona, de la que fue nombrado decano. Ese año también fue elegido Consejero Teológico de los Obispos alemanes. Comienza su ascenso, que no interrumpiría jamás, siendo desde entonces una estrella teológica. Juan Pablo II fue quien terminó de encumbrar a Ratzinger, convirtiéndolo en el hombre clave de la ortodoxia y de la teología dogmática. En todas sus apreciaciones doctrinales se encierra buena parte de su pensamiento, como eclesiástico y como reputado teólogo, que tiene una máxima de conducta personal y pastoral que se resume en una de sus frases favoritas: «La bondad implica también la capacidad de decir no».

Los «noes» de Ratzinger fueron los mismos que los de Juan Pablo II en materia de moral (no al sacerdocio de las mujeres, no al matrimonio de los curas, no a la homosexualidad, que consideraba «un desorden objetivo»), lo que le valió el calificativo de conservador y la etiqueta de continuista. Durante mucho tiempo tuvo que bregar con la fama de «Gran Inquisidor», por sus a veces controvertidas decisiones y afirmaciones al frente del antiguo Santo Oficio, donde estuvo nada menos que 24 años. Polémicas que fueron afirmaciones suyas como la contenida en el documento Dominus Jesus, del año 2000, en el que sostuvo que «solo en la Iglesia Católica existe la salvación eterna», lo que motivó la inmediata condena de las demás religiones. 

Durante buena parte del papado de Juan Pablo II, Ratzinger se preocupó sobre todo de la Iglesia, «una barca que hace agua». «Cuánta suciedad hay en la Iglesia y también entre aquellos que se deben entregar a la causa del sacerdocio. Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia», escribió. Crítico con la reforma litúrgica introducida por Pablo VI, también mostró contrario al exceso de «novedades» introducidas en las misas que, a su juicio, se acaban transformando en un «espectáculo». 

Ratzinger fue desde 1981 prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, la mano derecha de Juan Pablo II. Fue un importante apoyo para Wojtyla en su acérrima defensa del dogma, solo que a su fría ultraortodoxia le faltaba la calidez del polaco. Pero Ratzinger fue algo más que eso, era el auténtico poder en la sombra del Vaticano, pese a que oficialmente el cargo de «número dos» lo ocupaba entonces Angelo Sodano, con el que no mantuvo una buena relación personal. 

El protagonismo del alemán se agigantó aún más tras la muerte de Juan Pablo II. Durante el período de sede vacante fue el principal actor de sus exequias, el que mandó callar a los cardenales, el que reunió en torno al lecho de Wojtyla a los gobernantes del mundo y el que ofició la misa previa al cónclave con un mensaje que muchos interpretaron como un discurso de investidura. «Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, no es ser integrista», afirmaba Ratzinger antes de conducir la procesión de cardenales hacia la Capilla Sixtina. El teutón, de voluntad granítica e inquebrantable, tenía las ideas claras, pero renegaba de su fama de dogmático. «Yo no soy el gran inquisidor y tampoco me siento una Casandra cuando examino los factores negativos de la Iglesia», solía decir de sí mismo. Sin embargo, los hechos demuestran lo contrario, ya que desde su cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, un órgano heredero directo de la antigua Inquisición, fue el auténtico guardián del dogma y su credo llegó a su punto culminante con la redacción del Nuevo Catecismo.

Joseph Ratzinger fue el látigo castigador de movimientos como la Teología de la Liberación y de otros que proponían una Iglesia más abierta a la sociedad, con medidas como el sacerdocio femenino, la descentralización del poder romano, la ruptura del celibato o un mayor protagonismo de los laicos.