José Polo, de Atrio, que sufrió el robo de vinos de lujo: «Mi instinto me dice que no se han bebido la botella de 350.000 euros de 1806»
SOCIEDAD
«Nos han ofrecido hacer una serie, pero no nos apetece pasar a la historia así», señala
06 mar 2023 . Actualizado a las 18:39 h.Lleva un año de locos. O quizás cuarenta. Lo que pasa es que este los entresijos de su casa han dado la vuelta al mundo. Desde que José Polo se embarcó junto a Toño Pérez en la aventura de montar un restaurante de lujo como Atrio en Cáceres, su vida ha sido un torbellino de emociones. El penúltimo capítulo lo escribieron una miss mexicana y un profesional del hampa rumano al desvalijar, presuntamente, una de las bodegas más prestigiosas del mundo. Mientras se prepara para un otoño turbulento, con juicio mediático en el horizonte, Polo suspira por volver a San Sebastián Gastronomika, donde recogerá el Gueridón de Oro. Premio a una trayectoria intachable en la sala que no pueden amargar unas botellas robadas.
—Lo del robo es una faena, pero les está quedando una vida de película...
—Ya nos han ofrecido hacer una serie de televisión. Ha sido muy sorprendente. Pero no nos apetece pasar a la historia así.
—¿Como encaran el proceso judicial que se avecina?
—Emocionalmente hemos pasado página. Fue muy doloroso, tardamos dos meses en salir de ese agujero, teníamos una sensación de tristeza continua. Pasamos ese bache, el seguro se hizo cargo de una cantidad que negociamos. La gente de Cáceres ha sido encantadora y muy cariñosa, sienten que se ha robado parte del patrimonio de la ciudad. Ha sido muy intenso para una ciudad pequeñita y tranquila. También se ha dicho que el robo lo habíamos orquestado nosotros para cobrar el seguro, España es el país de la envidia.
—¿Cree que aparecerá el vino?
—Estoy convencido de que era un encargo y de que los ladrones no van a decir a quién le han vendido las botellas. Alguien que es capaz de planear un robo así debe dar bastante miedo cuando uno se va de la lengua. Si las tuvieran ellos, quizá las encontráramos. Legalmente, el seguro es ahora el dueño del vino, y podríamos hacer lo que quisiéramos. Si están en buen estado por supuesto que las recuperaríamos.
—La joya de la corona es el Chateau d'Yquem de 1806. Al margen de cifras astronómicas ¿qué significa para Atrio?
—Es una de las botellas más antiguas del mundo, la más antigua en la carta de un restaurante. ¡Cuando se embotelló estaba vivo Napoleón! Nosotros tuvimos la suerte de comprarla en Londres en el 2000 un día raro en el que la gente no pujó demasiado. Al llegar a Cáceres se nos quebró y tuvo que ser reacondicionada en Burdeos. La historia es muy conocida. Desde entonces la botella entronca con la historia de Atrio. Esa historia sigue siendo nuestra, aunque la botella físicamente no esté.
—Su precio en la carta era de 350.000 euros pero ¿la hubiera vendido?
—Si el valor de mercado estaba en 120.000 nosotros la pusimos a más del doble, por la historia tan especial que tiene, pero realmente yo no la hubiera vendido nunca. Si llega una crisis tremenda y necesitamos dinero para pagar a los empleados quizá sí, pero ahora mismo ni por un millón de euros.
—¿Cree que se han atrevido a descorcharla?
—Mi instinto me dice que esa no. Las otras es muy probable que sí, que se hayan bebido ya más de una, pero esa es un tesoro.
—¿Preferiría que le devolvieran el vino robado o que este año caiga la tercera estrella?
—¡Ay! qué difícil me lo pone. La verdad es que las botellas, sobre todo la de 1806, sería importantísimo recuperarlas. Lo de la tercera estrella a Toño le da un poco más igual, pero a mi sí me gustaría. El problema es que Michelin no tiene como calibrar la experiencia de Atrio, porque es algo que no se puede cuantificar. En El principito se lee que lo esencial es invisible a los ojos, y lo más importante de un restaurante para mi -evidentemente no para Michelin- es el alma. ¿Cómo se puntúa eso?
—Si los ladrones hubieran entrado en diciembre del 86, cuando abrieron el restaurante ¿qué habrían encontrado en la bodega?
—Antes de abrir, llamé a la revista Club de Gourmets y y pregunté por el especialista en vinos, que en ese momento era Andrés Proensa. Le dije: «quiero abrir un restaurante un poco decente y me gustaría hacer una carta de vinos interesante, pero no tengo ni idea». Lo único que conocía era marqués de Cáceres, Riscal o Sangre de Toro. El se quedó sorprendido de que le pidiera ayuda así y me hizo una lista con diferentes vinos de España que me sirvió de guía. Eran vinos normalitos, (Milmanda de Torres, López Heredia, Murrieta...), lo que había entonces, pero con una carta cuidadita, poniéndole añadas y escrita con una caligrafía que nos hacía mi padre.
—¿Cómo pasaron de aquella bodega discreta a la impresionante colección actual?
—Fue a partir del 1989 o 1990. Me llegó un catálogo de un distribuidor de champán y vinos de Francia, que ahora es íntimo amigo, y empecé a comprar. Me entró la locura, fue como un gusanillo que te va picando. Los precios hoy se han disparado pero recuerdo comprar Margaux por 2.000 pesetas. Hicimos un fondo de armario bueno que luego nos ha servido. Era un poco remar contracorriente, porque en Extremadura no había mucha cultura gastronómica. Pero queríamos un restaurante que fuera capaz de atraer gente de otros sitios.
—La bodega es la guinda, pero Atrio está lleno de cosas bellas.
-Nuestra ilusión fue siempre compartir un espacio bonito, para mí es casi más importante que la comida. La gente va a un restaurante a vivir un momento de felicidad, no solo a alimentarse. Al principio comprábamos cosas de anticuario, luego nos interesamos por el arte contemporáneo. Juan Barjola nos decía que éramos los primeros extremeños que le habíamos comprado un cuadro. Influyó mucho nuestra amistad con José María Viñuela, con quien empezamos a definir un poco nuestro gusto. Después llegaron Tuñón y Mansilla y cambiaron nuestra manera de entender la arquitectura. El Atrio que ellos imaginaron es muy distinto del de la calle Cánovas, y sin embargo sigue siendo barroco, en el sentido de que cada detalle de la obra tiene mucha información.
—¿Fue dura la mudanza al centro histórico?
—Fue un parto dolorosísimo de 8 o 9 años, se nos echó en la ciudad encima, no entendían que esto no era un palacio, sino una casa de criados, y que lo que nosotros íbamos a hacer no restaba valor sino que lo añadía. Hablando con Viñuela yo me quejaba de la década que habíamos perdido haciendo la obra y él me decía: «¿Crees que la has perdido? No eres la misma persona, has aprendido mucho». Y de eso trata la vida, ¿no? De un proceso de aprendizaje continuo.
—¿Cree que José sin Toño, o Toño sin José, hubieran logrado todo esto?
—Estoy convencido de que no. Yo tengo un punto de locura y él pone el sentido común, lleva esos proyectos a la tierra. Al principio dice a muchas cosas que no, pero yo lo voy convenciendo. Si al final consiente, es que la idea no era tan descabellada. Es complicadísimo sacar adelante un negocio como Atrio, hace falta mucha energía. Discutimos mucho en el día a día, pero estamos de acuerdo en las cosas importantes. Al final la clave es el trabajo. Cuando hemos soñado a lo grande nunca era para nosotros, sino para nuestros clientes. El arte, el vino, la arquitectura, todo esta puesto a su servicio. Yo no concibo mi vida sin Atrio. Esto no es un negocio, es una forma de vida y eso es complicado, porque cuando fallas en el negocio crees que estás fallando en la vida.
—¿Quién estará al frente de Atrio cuando decidan retirarse?
—Tenemos una ahijada, Kawani Amanda, que ahora está estudiando en la escuela de Lausana y ha estado seis meses haciendo prácticas en el Ritz de Madrid. Aún tiene mucho que aprender, pero es una chica con mucha capacidad. Y luego hay un grupo de gente que trabaja con nosotros, jóvenes por supuesto, a los que queremos formar para que puedan llevar a los negocios, y la fundación que acabamos de crear, siempre desde nuestra forma de entender la vida.