«Quería hablarnos de su mejor amiga y no era capaz de recordar su nombre»

SOCIEDAD

Claudia, de 8 años, lleva desde enero del año pasado con taquicardias , agotada e incapaz de concentrarse

13 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

De las cuatro personas que viven en casa de los García Parejo, a tres el covid no las suelta. Belén, la madre, fue la primera en contagiarse. El virus la encontró pronto, en la primera ola, y con una apariencia nueva volvió a dar con ella meses más tarde, en la tercera. Se infectaron entonces, además, su marido, Eduardo, y sus dos hijos, Claudia de ocho años y Santiago de 15. Solo el adolescente se libró de la obstinación del SARS-CoV-2 con esta familia de Villanueva de la Serena (Badajoz) en la que hoy la normalidad pasa por estar todos enfermos.

La excepción se ha convertido en regla. La pequeña de la casa se ha acostumbrado a unos padres permanentemente de baja y a un espacio de juego reducido a un tablero, a entretenerse alrededor de una mesa. Ha renunciado a la comba, al ballet y a las clases de zumba, pero todavía no se ha dado por vencida con el baile ni con la flauta. «Es una niña de ánimo fuerte —admite su madre—. Luego le cuesta andar el resto de la semana, porque la persistencia del covid empieza a hacer mella en su cuerpo, pero nos está dando muchas lecciones de vida».

Hace más de un año que Claudia arrastra síntomas de un covid que se le presentó en un primer momento con cara amable. La enfermedad inicial fue leve, pero pronto la situación empezó a empeorar, tanto que un severo síndrome inflamatorio la postró durante días en la cama de un hospital. Fue ahí cuando la niña empezó a descompensarse: taquicardias, arritmias, diarreas, dolores de cabeza, tensión muscular, insomnio y muchísimo cansancio.

Ya superada la fase aguda de la enfermedad, ni siquiera pudo volver a clase. Lo hizo solo cuando la tormenta comenzó a amainar. «A finales de abril, aparecieron las primeras señales de estabilización —cuenta Belén—. Seguía con muchos síntomas, pero no iba a peor, así que lo valoramos con la pediatra y decidimos que retomase el curso, porque creímos que, a pesar de las limitaciones que tenía, a nivel emocional le vendría bien estar con sus amigos y volver a hacer una vida más o menos normal». Fue al regresar a las aulas cuando Eduardo y Belén notaron que, además de costarle un mundo moverse, Claudia no era capaz de concentrarse: no retenía lo que le explicaban los profesores y, en ocasiones, se olvidaba de pequeños detalles. «Quería hablarnos de su mejor amiga y no le salía el nombre, y al estudiar memorizaba una cosa y a los cinco minutos ya no la recordaba», explica con tristeza su madre.

A partir de entonces, la pequeña se vio obligada a esforzarse el doble, pero esa niebla mental lejos de disiparse siguió agudizándose. Cada tarde, sus padres tienen que sentarse con ella y masticarle lo que horas antes ya le contó la profesora. No se acuerda. O no lo ha entendido bien. Y ella es plenamente consciente. Ve que los demás tardan menos en hacer las tareas, en estudiar para los exámenes.

El futuro es opaco. Si ya el covid persistente es difícil de diagnosticar en adultos —capaces de concretar sus síntomas—, estipular que el cansancio, la desgana y otros dolores inciertos responden a la tenacidad del virus, que o no quiere irse o ha activado determinados resortes autodestructivos en el organismo, resulta en niños todavía mucho más complejo. En ellos, la enfermedad se camufla: sus dolores se achacan al cuento del que se hace el enfermo para no levantarse de la cama. Belén resume: «Los médicos no saben qué decirnos, todo es nuevo. El tratamiento que nos dan es el tiempo. Aguardar a ver si la cosa mejora. Esperar».