Enrique Míguez, infectólogo del Chuac que sufrió el covid: «Uno no vuelve a ser el mismo, esto deja arrugas como la vida»

R. D. Seoane A CORUÑA

SOCIEDAD

MARCOS MÍGUEZ

El médico que vio el primer caso confirmado en Galicia también pasó por la enfermedad y sus secuelas. «Me sorprendió, sobre todo, lo rápido que avanzaba la atrofia muscular, la noté incluso en las manos»

14 mar 2022 . Actualizado a las 12:07 h.

Enrique Míguez fue el primero en ver el covid en Galicia. En la unidad que dirige, la de enfermedades infecciosas del Chuac de A Coruña, ingresó el primer paciente diagnosticado en la comunidad. Era 4 de marzo del 2020 cuando se confirmó que, efectivamente, lo que tenía delante era un caso de SARS-CoV-2. El virus de Wuhan ya estaba aquí y, a partir de entonces, ya nada fue igual. Ocurrió lo que nunca jamás se pensó que pudiese suceder.

Él, que lleva desde 1989 viendo infecciones, pasó a integrar el comité de crisis desde el primer minuto. De eso hace ya dos años que al virólogo jefe del hospital coruñés le han dejado marcas no solo en el currículum. Sufrió la enfermedad en el año 1 del coronavirus. «Uno no vuelve a ser el mismo, esto deja arrugas como la vida», resume.

Aquel octubre empezó para él con los primeros síntomas y, tras diez días en casa, tuvo que ingresar en el mismo hospital en el que hacía ya más de medio año que se batía con el virus en cada uno de la legión de infectados por un bicho que atemorizó al mundo. «No llegué a tener que estar en la uci, aunque hubo algún momento en que el flujo de oxígeno no llegaba y, es verdad, uno no lo nota, no se da cuenta del descenso de la saturación».  

Frente al desconcierto compartido por la mayoría, Míguez contaba con toda la _aunque escasa_ información entonces disponible sobre el bicho. Acostumbrado como está a ser el del fonendo y la bata blanca, ¿cómo se vive una enfermedad nueva, desconocida y temible cuando toca estar del otro lado?. «Yo sabía que estaba malo malo desde el punto de vista respiratorio; vine una vez al hospital y me fui a casa, pero notaba que simplemente con un esfuerzo mínimo, como agacharme a por algo, ya no podía», dice. Frecuencia respiratoria disparada, fiebre elevada, tiritona… fueron parte de aquellos síntomas «que apuntaban más a una infección bacteriana, no vírica», explica. Cuando finalmente ingresó, ya tenía afectados los dos pulmones, y comprobó que la enfermedad seguía progresando casi desbocada. «Vi que desarrollaba una atrofia muscular progresiva y muy rápida, que no se podía explicar, yo me movía con el oxígeno por la habitación y llegué a notarla en las manos», indica.

Por sus conocimientos, y por la experiencia de lo visto en sus muchos pacientes, sabía qué podía venir a continuación. Por fortuna «no soy muy hipocondríaco, en ningún momento estuve realmente agobiado», cuenta consciente de que no es difícil hundirse ante las perspectivas. Ni siquiera enfermo dejó de ser médico. Hasta el punto de que «me resultaba curioso explorarme a mí mismo».«Lo miraba con perplejidad y curiosidad, en la situación en la que estaba yo, con oxígeno, vi la atrofia muscular en la mano, los movimientos no controlables, sufrí una urticaria… supongo que en otras circunstancias o situaciones tendrían que haber llamado también al psiquiatra, yo me autoexploraba y veía mi evolución con perplejidad». 

Había leído la posibilidad de que el virus se manifestase también en la piel, pero una afectación muscular tan galopante solo se había visto en pacientes críticos. «La atrofia es tremenda e incluso cuando uno ya está recuperado la frecuencia cardíaca no tiene nada que ver, es muchísimo más alta», apunta. Sobre todo para una persona como él, que practica deporte habitualmente. 

 Por eso no se atreve Míguez a decir que ha vuelto a sentirse como antes del covid-19. « Uno no vuelve a ser el mismo, supongo que habrá gente con afectaciones más leves, pero esto te deja arrugas como la vida», reitera. Para recuperar la fuerza llevó a cabo un programa intensivo personal de ejercicio, y aún así no pudo incorporarse al trabajo hasta enero del 2021. «Salí del hospital más o menos, pero para andar 50 metros tenía que ir del brazo de mi mujer», relata. Cuando ya se creía aceptablemente bien «me costaba trabajo aguantar sentado, mantener la postura, en diez días no es normal perder la musculatura de la espalda», dice. Tardó en recuperar la estabilidad cotidiana y el virus le dejó también una llamativa disfonía a la que intentó restar atención tirando de humor: «Es la pubertad», bromeaba.  La primera vez que volvió a coger la bici «fue como si no hubiera pedaleado nunca», dice, arrastra aún una tos matutina que antes no tenía, y «no son neuras, la niebla mental existe y tardas en recuperar; uno intenta evocar el conocimiento médico o cotidiano y no es capaz, es como si uno se sintiera como un parásito», describe. 

Ahí no se acabó el periplo del coronavirus por su cuerpo. Meses después, en julio del 2021 «me sorprendió que volvía  empeorar y pensé que era otra patología diferente, no tenía clínica de enfermedad aguda, pero sí como si fuera una enfermedad grave, con mucho deterioro general, no tenía fuerza muscular y al no tenerla, tiras de la respiración». Volvió de nuevo a un programa intensivo de entrenamiento para tratar de recomponerse. «No hay nada que no se pueda arreglar con fuerza de voluntad», anima el doctor aliviado porque «en el trabajo no contagié a nadie». Insiste por eso en la importancia de la mascarilla, que en su unidad usaron desde el primer momento y que les sirvió para esquivar los brotes y que el virus no se propagase entre el propio personal. «Era más fácil contagiarse en el ascensor; la mascarilla nos ha salvado de muchísimo, no se lo puede ni imaginar», reitera sobre una barrera que insiste debe seguir utilizándose:«La vía de contagio fundamental es la respiratoria y en interiores la probabilidad de infectarse sigue siendo muy alta».

 Por todo lo visto y pasado en propia piel, Míguez recuerda con «un enfado terrible, con ira y como si fuera un insulto a la inteligencia» las imágenes de aquel verano relajado. «Comprendo que la economía está ahí, comprendo las personas que lo han pasado mal y se han quedado sin trabajo, pero cuando veía los botellones sentía mucha indignación, sabía que vendrían muchos casos secundarios, sabía que algunos lo iban a pasar muy mal y que otros tendrían secuelas como yo; que me digan que es como un catarro me indigna», subraya. 

Ahora, con la sexta ola en retirada, recuerda el especialista que «la ómicron no es menos letal, pero la población está vacunada,  la vacuna nos está salvando la vida a miles». Y repasa las cifras: «Los ingresos pasaron de 10-15 % al 1 %, lo que no quita que el porcentaje de contagios fue indecentemente alto y no sabemos cuántos van a quedar con secuelas».

Insiste también en que, por el momento, no se puede dar por terminada la pandemia, más cuando todavía no se sabe ni cuánto dura la inmunidad, ni si se pueden producir escapes o aparecer nuevas variantes.«Creo que es precipitado pensar que se acaba; los que nos dedicamos a esto igual hemos manifestado más nuestra querencia, todos queremos que se acabe, pero no tengo tan claro que sea el final», repite. Idéntico ahínco pone en destacar que «esto no es una gripe, no es  un virus estacional,  va a seguir mutando, tenemos muchísima gente en el tercer mundo sin vacunar y ómicron tiene reservorio en animales… no tenemos elementos de juicio para hablar del fin de la pandemia», recalca.

Después de seis asaltos, seis, y con el conocimiento de causa de quien lo ha vivido en sus carnes, Míguez no se despide sin recordar la doble cara de la pandemia: «Esta enfermedad es como dos en una; una es la respiratoria, el dolor de cabeza, la fiebre, la  tos...y otra todo lo que viene después: la afectación muscular, vascular, neurológica, cutánea… Y eso no tiene nada que ver con ninguna gripe. Ojalá fuera el final, pero yo.. yo no lo creo», concluye.