Qué días aquellos en los que el mal mayor era esperar hasta el otoño para el estreno de la nueva temporada de Los Serrano. Las series en la época preplatafórmica tenían eso, que solo podían verse a la hora programada y había que aprovechar los anuncios para lavarse los dientes. Los contenidos a la carta ya no pautan el horario para apoltronarse en el sofá. Tampoco el de las pausas, sujetas únicamente a la voluntad del espectador. La aplastante, incluso a veces fatigante variedad de contenidos, está al alcance del mando de cualquiera.
Eso sí, los tiempos ya son otra cosa. Sobra decir que la libertad para devorar la temporada de turno cuando a uno le plazca no tiene precio. Pero esperar una media de un año —si no más— al estreno de la siguiente, se ha convertido en un coste que mina la paciencia. Cuando uno se ve rebobinando al final anterior para recordar qué era aquello que le tenía enganchado, se retrotrae a aquella época de TDT en la que se grababan las series para verlas en otro momento (gratuitamente). ¿Hasta qué punto se le puede pedir fidelidad a un cliente que paga por esa espera? ¿Es aceptable que esta aumente a la misma velocidad con la que se acorta la duración de los capítulos? ¿Es de recibo un estreno en dos entregas como el de La Casa de Papel? Si las plataformas mueren, será de éxito.