La pandemia del covid-19 ha demostrado que todos necesitamos cuidados a lo largo de nuestra trayectoria vital y que la mejor forma de proveerlos es comprendiendo nuestra propia fragilidad individual. Solamente así estamos en disposición de entender que es necesaria la interdependencia para sostener nuestras vidas. Esta crisis sanitaria ha visualizado cómo toda la población es susceptible de estar contagiada y podemos convertirnos sin previo aviso en receptores o dadores de cuidados. Ahora bien, esta simple fórmula de entender que somos vulnerables como especie y como seres que habitamos el planeta, ha estado alejada de las fórmulas políticas desde las que se han organizado la provisión de cuidados y a las que se han recurrido para afrontar los riesgos sociales. Hace tiempo ya, y desde ámbitos diversos de las ciencias sociales se ha producido una relevante y asentada literatura científica que demuestra las desigualdades de nuestro modelo de cuidados en términos de género, clase social y etnia. Este sistema de atención personal en España centrado básicamente en el trabajo no remunerado de las mujeres en los hogares, con una escasa participación de los servicios sociales y con una creciente privatización a través del empleo doméstico, ya estaba en crisis. El término «crisis de cuidados» se acuñó precisamente para hacer referencia a esa constante tensión entre el capital, el empleo, la reproducción humana y los límites que plantean su organización política. Y es aquí donde, en estos tiempos de pandemia, surgen varias contradicciones, todas ellas relacionadas con las formas que articulan la organización social del cuidado y los riesgos sociales que éstas representan.
La primera de estas ambivalencias está relacionada en cómo se han convertido en esenciales todas aquellas actividades relacionadas con la reproducción social, curiosamente las peor remuneradas y menos profesionalizadas de nuestro mercado de trabajo. Las empleadas domésticas contratadas como cuidadoras en los hogares y las trabajadoras de centros residenciales, se han convertido en figuras representativas para afrontar las consecuencias de la crisis sanitaria a pesar de contar con empleos de escasa remuneración y valoración social. La segunda contradicción a señalar hace referencia a cómo esta crisis cuestiona también el modelo formal de cuidados profesionales implementado a través de las residencias geriátricas. La creación de plazas residenciales se convirtió desde los años 90 en una de las principales medidas públicas promovidas para afrontar los cuidados de larga duración a pesar del esfuerzo realizado en los últimos años por aumentar el número de población usuaria del Servicio de Atención a Domicilio. El elevado número de víctimas en residencias de mayores, nos emplaza a reflexionar tanto sobre la idoneidad de estos centros como servicios sociales como sobre las condiciones laborales de sus trabajadoras. En este sentido y para visualizar la paradoja, es importante subrayar que la actividad de cuidados en residencias se ha convertido en una de las diez primeras en la creación de puestos de trabajo según el informe de la OECD, International Migration Outlook (2018). Por último, la tercera contradicción está relacionada con el papel que han cobrado el ámbito comunitario y los vínculos sociales durante la pandemia. Desde el inicio del confinamiento las redes de solidaridad y los grupos de apoyo mutuo (GAM) se han multiplicado por todo el país. Para los mayores que vivieron en soledad el encierro se proporcionaron alimentos, comidas preparadas y compañía por medios telemáticos. Ello demuestra que el sostenimiento diario ha dependido en mayor o menor medida de redes, vínculos y espacios en los que se cuida más allá del espacio familiar doméstico y de la atención pública. La pandemia ha puesto en evidencia, por tanto, una necesidad: la de reorganizar los esquemas de bienestar y cuidados a través de una distribución más equitativa de la provisión y la atención social entre la familia, el Estado y el mercado pero sin obviar el relevante valor de las comunidades locales.
Raquel Martínez Buján es decana de la Facultade de Socioloxía de la Universidade da Coruña.