Confinadas en la residencia: «Nos daba miedo contagiar a los mayores»

Ángel Paniagua Pérez
Ángel Paniagua VIGO / LA VOZ

SOCIEDAD

Mercedes Moralejo

Las trabajadoras de O Lecer, en Vigo, dejan sus casas para no llevar el virus a los ancianos

08 abr 2020 . Actualizado a las 01:34 h.

«¡Xa as lavei!», reivindica Celso Estévez (86 años) agitando el bastón a las puertas de la residencia hogar O Lecer. «Lávoas a todas horas», insiste, con las manos en alto. A su alrededor, cinco trabajadoras lloran de risa cada vez que Celso, un ourensano al que le repiten las preguntas al oído, grita para explicarse. Desde que empezó la crisis sanitaria, todo ha cambiado también en esta pequeña residencia del rural vigués de Matamá. No es solo que la principal medida para espantar el coronavirus, que es el agua y el jabón, forme parte de la rutina constante de los usuarios. Son muchas más cosas. «Abrazámonos a distancia, verdade, Celso?», dice Rebeca Rebolo. Él no la escucha, pero Rebeca hace el gesto de abrazarse a sí misma y él, que sabe que se lo está dedicando, se lo devuelve. De repente, cinco trabajadoras y un residente están autoabrazándose a las puertas de la residencia. Todos ríen de nuevo.

A las puertas. El periodista y la fotógrafa no pueden cruzar el umbral y las trabajadoras hablan desde el otro lado, como si en medio hubiese un profundo abismo. Se han impuesto unos estrictos protocolos para que el coronavirus no entre a la residencia donde viven 19 ancianos. El más radical afecta a la vida personal de las propias trabajadoras. «Hoy llevamos quince días confinados con los residentes», explica Rebolo. Nadie entra ni sale.

«Nosotros tenemos familias en casa que entran y salen, porque también trabajan, y nos daba miedo contagiar a alguien. Estamos muy orgullosas de hacerlo entre todas y de nuestras familias que nos ayudan», resume Ana Gartner. Otras dos gerocultoras, también llamadas Ana, asienten. Todas tienen hijos que llevan dos semanas sin verlas. Santiago Martínez, otro trabajador, dice que lo hace por él mismo: «Es por mis convicciones, esto es lo más coherente con mis valores, tratar de que ellos no sufran este virus».

Rebeca, la directora, tiene su vivienda dentro del recinto de la residencia. Otros seis trabajadores habitan estos días en una casa cercana, cedida por la madre de una de ellas, Ana Costas, que antes de jubilarse también trabajaba en O Lecer. Comparten una planta, cada uno con su propia habitación y van a trabajar unas doce horas al día. Dentro también guardan las distancias. Ellas están confinadas dentro del confinamiento general del país. Al principio seguían en sus casas. «Pero nos sentíamos culpables, porque no sabíamos si podíamos llevarles el virus a ellos», dice Ana Francisco.

Otros ocho compañeros permanecen estos días en sus casas y no acuden a la residencia, para no contaminar. La idea es intercambiarse cuando termine el estado de alarma vigente.

Todo ha cambiado

El caso es que todo ha cambiado. Lo principal, la autonomía que trataban de preservar entre los usuarios. Cada vez es menor. «Antes, si alguien quería un café se lo servía, pero ahora se lo ponemos nosotras», explica Ana Costas. Cualquier cosa que toca un residente la desinfectan. Las trabajadoras lavan y secan su uniforme cada día a alta temperatura. Hay turnos en el comedor para que coincidan pocas personas. Existen distancias de seguridad en las salas comunes. Se han establecido rutinas de desinfección con ozono de todas las estancias. Y todo lo que entra en el centro se queda en cuarentena, incluidos los alimentos, generalmente de tres días. En la casa donde están confinados los trabajadores siguen las mismas pautas. «Nuestro objetivo era que si ellos tienen que coger el virus sea lo más tarde posible para que los hospitales no estén colapsados, y de momento hemos ganado quince días», afirma Rebolo.

Pero ya no pueden hacer gimnasia grupal, leer el periódico o echar unas partidas al bingo. Tampoco pueden ir a cantar al coro, salir de excursión o bajar a tomar el café a Matamá. Tienen que conformarse con las videollamadas o los paseos por su recinto. «Lo que pretendemos con ello es que el cambio, aunque lo noten, les afecte lo menos posible, en forma de desorientación».

Porque habrá un día en que se vuelva a la normalidad. Y ese día volverán a dar abrazos. Pero de los de verdad.