Sin protocolo claro, las pertenencias de los fallecidos del coronavirus quedan en un limbo, vestigios del fatal desenlace
20 abr 2020 . Actualizado a las 18:04 h.A medio camino entre el hospital y su casa, varias voces reconocibles salieron del interior de una de las tres bolsas que Begoña acababa de meter en su maletero. «Abuela, coge el teléfono», reclamaban a coro, en un mensaje convertido en tono de llamada, los nietos más pequeños de Marta. Marta, que quedaba atrás, en la uci del Juan Cardona de Ferrol, donde llevaba dos días ingresada con el peor de los pronósticos; uno que se acabó por cumplir. No había modo de dar respuesta al reclamo insistente del móvil, ni tampoco de silenciar un sonido armado para días felices que nada tenían que ver con aquel. La contundencia del mensaje escrito en los recipientes de plástico rojo evitaba cualquier tentación.
«Residuos peligrosos». En eso se habían convertido, transitoriamente al menos, los efectos personales ajenos que Begoña trasladaba en el portaequipaje. Eso siguen siendo, todavía almacenados en la parte trasera del vehículo, detenido por el mismo estado de alarma que impidió brindarle a Marta una despedida convencional. Allí permanece la ropa, el bolso, la cartera y, claro, un teléfono con la batería consumida de tanto sonar. Esperan a que transcurra la cuarentena dictada por uno de los hijos de Begoña, estudiante de Medicina, que ha disimulado la escasez de instrucciones con la que fueron entregadas las pertenencias de la abuela. «Lave las prendas con agua muy caliente y lejía». Nadie dijo más.
Protocolos aleatorios para asuntos considerados menores ante una pandemia, pero que atañen a un material de doble cara. La del testigo del ser querido y la del foco de infección. Mimbres para el recuerdo, como tantos antes. «Las cosas que llevaban eran determinadas, en general, por la necesidad. Abrelatas, navajas de bolsillo, pastillas para encender fuego (...) En conjunto, estos objetos pesaban entre cinco y siete kilos, dependiendo de los hábitos de cada hombre o de su metabolismo. Henry Dobbins, que era corpulento, llevaba raciones suplementarias; le gustaba en especial el melocotón en almíbar espeso...» Tim O’Brien armó un libro en torno a Las cosas que llevaban los hombres que lucharon en la guerra de Vietnam.
En este frente del coronavirus, a las pertenencias les falta predeterminación. En varios casos, esos objetos contingentes, muchos reunidos a toda prisa antes de un ingreso exprés, no dicen demasiado de quienes los portaron en sus últimas horas, pero sí del modo en que cada uno se fue. El padre de Jesús, por ejemplo, falleció aislado en el hospital de Cee. Lo habían sacado de casa en ambulancia, sin más que lo puesto: una bata de andar por casa, que después no se recuperó.
Entrega en el tanatorio
Sí volvieron a los suyos los vestigios del desenlace más dramático entre los propiciados por el virus. La ropa, el anillo, el collar y la pulsera con la que ingresó en el Materno-Infantil de A Coruña la mujer embarazada de Carballo que falleció a los 37 años junto a su bebé. Cupieron en dos bolsas de plástico, selladas e introducidas a su vez en otro par de bolsas. Enseres completamente desinfectados, según se le comunicó a los allegados de la mujer. «Llegamos al tanatorio y nos entregaron todo: en una mano llevamos la urna con las cenizas, y en la otra, las dos bolsas. No pudimos ni despedirnos de ella... Fue muy inhumano», lamentan ellos. En casa repitieron el proceso de limpieza, por precaución.
La frialdad, determinada por decreto, se ha vuelto parte del adiós. Incluso funerarias del rural, como la de José María, se ven obligadas a recurrir al teléfono para solventar trámites que antes dulcificaba el cara a cara. «Llamamos a las familias para saber si tienen pertenencias que quieran conservar». En las dos ocasiones en que ha atendido una muerte por el virus no se dio el caso. «Preguntamos también si quieren que la ropa vaya en el ataúd, porque ni siquiera los podemos vestir», relata, confesando que no ha recibido ninguna instrucción clara de cómo actuar con los efectos personales que pueda recibir. «Solo tenemos el protocolo de limpieza, que obliga a usar doble sudario y rociar todo con un líquido para desinfectar».
Ante la falta de una instrucción uniforme, los centros improvisan curándose en salud. Las pertenencias del abuelo de Yolanda siguen bajo custodia en la residencia en la que murió. «Allí hay mucha gente que está con las ayudas de emergencia y apenas tienen recursos; tampoco sus familias, para poder enviarles cosas. Suelen pedir ropa dos veces al año. Donamos todas sus pertenencias a la residencia, a excepción de algunos objetos personales», detalla la nieta. Enseres reclamados por correo electrónico y que han quedado en cuarentena a la espera de volverse inofensivos. Aguardan sus gafas, unas cuantas imágenes religiosas que él conservaba, y un rosario que la propia Yolanda le regaló en agosto pasado. Listos para engrosar la memoria de quienes recordarán a Germán.