60 años juntos y ahora separados por la cuarentena: «Cuánto lo echo de menos, Dios mío»

Xurxo Fernández Fernández
Xurxo Fernández REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

Imagen de la videoconferencia
Imagen de la videoconferencia

Las videollamadas acercan a Isolina a la residencia de Daniel; separados por el estado de alarma tras sesenta años juntos

21 mar 2020 . Actualizado a las 11:38 h.

Hay en el relato de Isolina una frase que marca su historia y la de Daniel: «La vida no es como empieza, cariño, es como acaba».

Esta arranca hace más de sesenta años. Ella, una adolescente de Bugarín, él, un joven de Salvaterra do Miño que se ha desplazado a esta pequeña localidad de Ponteareas para trabajar en la pirotecnia de su hermano mayor.

«Nos conocimos igual que tanta gente entonces»

—¿En una fiesta?

—Más o menos.

Es el único detalle que ella se reserva antes de echarse a contar: «Pasamos necesidad. Si te explico ahora, a lo mejor no lo entiendes. A los 22 años tuve que irme a Francia, dejando aquí dos hijos y a mi marido. Allí había trabajo para mí, pero él tenía mal una mano porque le había explotado una bomba y le era más complicado». Eran los dos únicos meses que habían pasado separados Isolina y Daniel hasta que la semana pasada él entró en una residencia y el estado de alarma les impidió volverse a juntar. La primera larga distancia la alivió un familiar, que le encontró al hombre un empleo en la recogida de basuras del distrito 8 de París. Esta segunda está siendo más difícil de salvar. Hasta el punto de recurrir a una tecnología que la mujer, 78 ya cumplidos, tiene dificultades para descifrar. «Para poder llamar tiene que venir la hija de una prima; yo no entiendo esos cacharros», lamenta.

Con ayuda externa, propiciada pese al aislamiento, es capaz de encontrase con su esposo en la pantalla de un móvil, que la conecta con otra que sostienen las trabajadoras del centro de mayores de Luintra, en Nogueira de Ramuín. «Al menos, podemos vernos, y parece que él se anima», comenta, sin que la solución le haga del todo feliz: «Estoy pasando un trance muy difícil. Han sido sesenta años juntos y ahora...». Ni siquiera pueden mantener una conversación porque «él tiene Alzheimer desde hace 18 años y ya antes de ingresar hablaba muy poquito». Ella se encarga de llenar vacíos por los dos: «Le cuento cómo van las cosas por aquí, cómo paso el día».

«Al menos podemos vernos, y parece que él se anima»

Horas que transcurren en soledad, salvo cuando uno de sus hijos le hace una visita rápida para comprobar que está bien. «Me anima mucho. El otro vive en Ponteareas y tiene problemas de salud importantes que no le permiten salir», explica. El tiempo aislada lo mata exprimiendo las ventajas de muchos confinados en el rural: «Tengo unas gallinitas y un perro, y las atiendo y les doy de comer». Una ocupación que también ha llenado ausencias breves de los últimos tres años: «desde que a mí me dio un ictus, ya no podía atenderle cómo debía y tuvimos que apuntarlo a un centro de día, pero al menos a la noche lo tenía en casa conmigo».

Consuela saber que al compañero lo cuidan bien. «Con la residencia estoy muy contenta. Pude verla cuando le llevamos la silla de ruedas, y me pareció muy limpio, y el personal, atentísimo. La directora... Fuera de serie —proclama la esposa del último usuario en llegar—. Me vio tan mal cuando lo ingresamos que me invitó a pasar unos días allí, sin cobrarme nada. Tenía pensado hacerlo, pero primero me aconsejaron que no, y luego... Vino esto y ya no puedo ir. Ahora me pesa».

«Cuánto lo echo de menos Dios mío. Tanto tiempo juntos y estar así. La vida no es como empieza, cariño, es como acaba», sostiene Isolina, pendiente de un bis. Mientras llega, hoy tiene cita para ver de lejos a Daniel.