Para lo que me pagan mejor me hago cajera

Javier Becerra
Javier Becerra A CORUÑA

SOCIEDAD

Marcos Míguez

Cuando todo esto se acabe, seguro que cambiarán muchas cosas. Entre otras, esas miradas por encima del hombro. Siempre fueron penosas. Pero ahora serían casi delictivas

20 mar 2020 . Actualizado a las 15:25 h.

A todo el mundo le vendría bien trabajar tras una barra o en una caja de un supermercado, al menos seis meses en la vida. Hay otros empleos, claro, pero en esos dos el que lo ejerce se siente muchas veces como una especie de robot invisible, con clientes que van a lo suyo y ni lo miran a la cara. Trabajos que precisamente por eso ofrecen una visión especial de las personas, con sus miserias y grandezas. Ocupaciones que suelen dar un plus de humildad a quien los ejerce. Este luego suele sonreír cuando oye cosas como «para lo que me pagan mejor me hago cajera». Sí, puro clasismo. Y mucha tontería. La que se le quita a uno haciendo cafés y dándole al pedal de la cinta transportadora.

De camareros ya hemos hablado muchas veces por aquí. A las mías de referencia (en mi barrio predominan ellas tras la barra) las echo mucho de menos. Ese «¿qué tal va todo? ¿una cañita?», que siempre me da tan buen rollo, hoy sería gloria bendita. Están en casa, como la mayoría, con los negocios clausurados. No ocurre lo mismo con las cajeras, ni todo el personal del súper. Aún recuerdo el martes de la semana pasada cuando fui al Gadis de mi zona. Al ver las estanterías vacías, comentábamos con Rosa, la charcutera, lo mal que estaba la gente. Ella suspiraba con cara de que esto iba a ser un globo que se pincharía en nada. La siguiente vez, el sábado, me la encontré desbordaba en medio de un clima de locura. Días después ya estaba con una máscara aparatosa, seria y concentrada en el trabajo. Igual que Bea, la de la pescadería. Y María, la de la frutería. Antes tuve que esperar mi turno para entrar, guardando un metro con la persona que iba delante de mí. Nos dejaban acceder de uno en uno, con una chica en la puerta controlando que aquello no se desmadrase

Allí dentro, con anuncios intermitentes diciendo que mantuviéramos la distancia entre nosotros, mirándonos los clientes con desconfianza y paralizándonos al oír un estornudo, hubo algo que me calmó. En la caja, parapetada tras otra de esas máscaras de excepción, una chica saludaba con tono alegre. Indicaba a la gente cómo tenía que pasar. Cuando me tocó a mí, medio agarrotado, se ofreció a meterme la compra en la bolsa de tela. «Que tenga un buen día», se despidió. Me fui por la calle desierta, pensando en héroes y heroínas. Mientras unos lamentan en WhatsApp que han agotado el catálogo de Netflix y otros se reivindican con la cantidad de teletrabajo que hacen en su casa, ellas están ahí, expuestas al virus y permitiendo que tengamos pan, carne y leche. Casi nada.

Cuando todo esto se acabe, seguro que cambiarán muchas cosas. Entre otras, esas miradas por encima del hombro. Siempre fueron penosas. Pero ahora serían casi delictivas. Desde aquí vaya mi agradecimiento. Cuando en mi casa aplaudimos por la ventana lo hacemos también por ellas.