Julia Aguiar, pionera mundial en el tratamiento de en esta enfermedad, visitó su tierra natal. Habla de deuda moral y de las dificultades que vive en el día a día

Cándida Andaluz

Todavía no era mayor de edad cuando «engañó» a sus padres para irse a las misiones en Venezuela para impartir clase. Solo este dato da cuenta de que Julia Aguiar no es un mujer cualquiera. Sintió pronto que su destino estaba al lado de los pobres y que lo haría curando sus heridas. Las físicas y las espirituales. A los 14 años ingresó en el convento de las Hermanas Franciscanas de la Madre del Divino Pastor de Ourense y dejó su pueblo de Prado en el concello de Vilar de Barrio. Hoy Julia es un referente mundial en el tratamiento de la úlcera de Buruli, una enfermedad infecciosa tropical causada por una bacteria de la misma familia que la lepra y la tuberculosis. Especialistas de todo el mundo han viajado hasta Zagnanado, localidad de Benin (África), donde tiene su hospital. Un centro al que acuden a diario entre 350 y 400 personas con todo tipo de enfermedades. Un reducto de esperanza al que se abrazan, como afirma ella, «porque saben que son bien recibidos, aunque no tengan nada».

Julia Aguiar está de visita en Ourense. Durante estos días se cierra el hospital de Benin. Es tiempo de un descanso más que necesario, aunque ella solo piense en volver. Habla pausado. Tanto tiempo ha dedicado a los demás que se ha olvidado de cuidarse. Y ahora, afirma, eso se nota. Recuerda que siempre soñó con dispensar en la selva, en la de África. «Me fue dado con creces. Era lo que Dios tenía destinado para mí. Me pregunto muchas veces por qué y no otras personas». De eso, de su sueño cumplido, hace 43 años. Y sigue al pie del cañón. «Hasta que me dejen, creo que tengo mucho que dar. El día que sea un estorbo para el proyecto, me iré» afirma. En más de una ocasión los regímenes políticos se lo han puesto difícil, pero Julia ha sabido mantener la calma: «Los milagros se fueron sucediendo».

La misionera se formó a base de práctica y estudio diario, con los medios que tenían en aquella época en el país. «Cuando venía alguien de forma urgente no tenías más remedio que salvarlo. Fuese como fuese» explica. Y la historia de la úlcera de Buruli, de cómo consiguieron encontrar la cura, también fue fruto del compromiso con los que más sufren. «Recuerdo que vino una niña pequeña un día al hospital. Tenía heridas muy graves y le dijimos que tenía que ir a otro hospital. La abuela no quiso y quedó allí con ella en una esquina», relata. «Pensamos que teníamos que hacer algo, no podíamos dejarla allí. Y comenzamos a investigar. Hicimos una toma de la herida, un análisis de laboratorio y encontramos la microbacteria, que vimos que coincidía con la enfermedad», señala sin darle demasiado importancia. Era ulcera de Buruli, un nombre que procede de una enfermedad que en los años cuarenta del pasado siglo afectó a Uganda.

Tras varios tratamientos en el centro de Benin, se celebró el primer congreso de África del oeste sobre la enfermedad, al que acudieron mandatarios de varios países, y se establecieron programas nacionales. Todo, a raíz de ese primer caso. «Hoy ya es diferente. Ya hay muchos médicos que lo han estudiado. Nosotros seguimos tratando los casos, ya no hay tantos. El año pasado tuvimos 140 y este año ya nos acercamos a los 80», señala.

Esta semana regresa a Benin. «Cuando vengo cerramos el centro y a los enfermos operados los trasladamos a otro. Ahora toca volver a empezar con las consultas, los quirófanos, las urgencias, los ingresos... No he tenido mucho tiempo para descansar porque he tenido varias revisiones médicas, pero hay que volver». Cuando se le pregunta qué podemos hacer los que estamos aquí, enseguida firma: «La crisis es global y se nota en las ayudas, aunque no nos podemos quejar. Debemos pensar que ante nosotros siempre hay alguien que necesita y viven con muchos menos. Poder dar es una suerte y los que tenemos que agradecerlo somos nosotros. Los bienes que hemos recibido no nos pertenecen, son de toda la humanidad y tenemos que intentar compartir al máximo todo aquello que hemos tenido la suerte de tener y la obligación de compartir. No es filantropía, es una obligación moral». Y no habla solo de dinero, sino de la esclavitud, la ignorancia. Aquello que impide a la persona ver que existe la igualdad».

Julia afirma que siempre se ha sentido ciudadana del mundo. «No reniego de nada, me sigo sintiendo de mi aldea de Ourense, de Galicia, España y del mundo. Aunque la gente con la que trabajo siempre me dice que soy mas beninesa que otra cosa».

—¿Hasta cuando seguirá al pie del cañón?

—Mientras que pueda y me dejen. No tengo planes. La situación no es buena por problemas políticos y sociales. Pero vivo en el día a día. Se pasa mal, pero al final Dios nos saca de todos los atolladeros y muchos milagros se van cumpliendo.

El hospital de Julia en Benin ha estado muchas veces amenazado. «Llevamos varios años con problemas. Pero siendo un centro que tiene tantos enfermos, hemos contratado dos médicos mas del pais, y normalmente aunque nos ha dicho que tenemos que pedir de nuevo permisos de apertura,esperemos que pueda ser. Al final tienes que dar sin contar con nada a cambio. No esperar, hay que saber perdonar el pan que se le da a los pobres. Tienes que vivir desprendida sabiendo que respondes a una vocación y nada más», dice.