La diálisis se queda en tierra: las trabas de las aerolíneas a los enfermos renales

R. Domínguez A CORUÑA / LA VOZ

SOCIEDAD

Santi M. Amil

Las compañías aéreas ponen numerosos obstáculos para que esas personas puedan llevar a bordo sus cicladoras portátiles

23 jun 2019 . Actualizado a las 19:09 h.

Si hay un equipaje de mano realmente indispensable es el que le mantiene unido a la vida a Ramón Rodríguez Conde. Tiene 73 años y en el 2003 empezaron los problemas que hace cuatro lo llevaron a necesitar diálisis. Un fallo renal lo condenó a pasar cuatro horas diarias, tres mañanas por semana, en el hospital. Hasta que le ofrecieron la posibilidad de realizar lo que los médicos denominan diálisis peritoneal en casa, de noche. «¡Buff! El cambio fue total, te permite tener una vida más o menos normal», exclama este ourensano jubilado de agente comercial que se ha recorrido media Europa y algo más. Hasta ahora.

«Ya no he vuelto a volar, la última vez no me quedé en tierra gracias al piloto», explica sobre su mala experiencia con las compañías aéreas para no separarse de la máquina que le permite, cada noche, filtrar su sangre para deshacerse de los tóxicos que su riñón no puede limpiar. La cicladora, que así se llama el aparato, es algo más voluminosa y más pesada que una maleta de mano. «Pero no me dejan subirla conmigo, y desde luego en la bodega no puedo meterla: llegaría rota», explica. Sabe Ramón que le asiste la ley y él tomó todas las precauciones: habló con el aeropuerto, contactó con los servicios médicos volantes, llamó a la compañía antes de cerrar los billetes para informarse y advertir de su tan vital como controvertido equipaje... Todos los dijeron que sí, que adelante. Pero ni con esas. «El problema es que el personal de cabina de las aerolíneas no está informado de que tenemos derecho», valora. Así que a él y su familia poco les faltó para que se le aguasen las vacaciones en Roma.

 «Tuvimos una discusión enorme con la azafata, que decía que no, que la cicladora no pasaba porque no cabía en el compartimento como equipaje de mano, hasta que salió el piloto y le ordenó que la metiese en el armario de la valija que llevan todos los aviones». Esa vez zafó. «Tenemos derecho -repite-, hasta hay un documento del Ministerio de Fomento que lo dice, pero cuando llegas a bordo surgen los problemas», se queja Ramón.

Entre sus destinos repetidos, hasta cuatro veces, está París. Sebastián, su hijo pequeño, con el que empezaron a viajar «cuando todavía iba en silla» no conoce la ciudad de la luz. Y no le parece justo. Como muchos otros pacientes renales, y de otras enfermedades con necesidad de tecnología médica, volar es algo más complicado y una travesía, a menudo, por la incomprensión. «En la T4, en Barajas, hay carteles por todas partes donde dicen que ayudan a gente con problemas de movilidad, sordos, mudos, ciegos… todo el mundo ¿Y nosotros?», se pregunta Ramón no sin indignación: «No necesito que me ayuden a llevar la maleta, la llevo yo en un carro, pero que no nos pongan trabas», dice.

No comprende la necesidad de «pasar un mal trago» como le sucedió en el 2017, la última vez que se propuso despegar. «Ahora viajo en coche, hacemos escapadas, pero claro, no podemos plantearnos ir a destinos tan alejados y lo hacemos por España». La última salida fue en Semana Santa, conduciendo hasta Extremadura.

Fuera de la carretera, no se ahorró el encontronazo ni mostrando el edicto de Fomento, que especifica no solo que se puede viajar con aparataje médico, sino que «incluso en vuelos trasatlánticos podemos llevar bolsas de suero para poder hacer un cambio manual», explica. . «Es un desastre», dice y vuelve a reivindicar su derecho a llevar no solo su cicladora, sino la correspondiente mochila de mano para sus enseres personales.

«Nos apetece mucho seguir conociendo mundo», dice quien ya ha tocado Praga, los Países Bajos, Bruselas, Budapest... y casi toda España «porque todos los años hacíamos un viaje grande en vacaciones y una escapada por la península en Semana Santa o Carnaval».

Imagina Ramón que hay muchas otras personas enfermas con semejante problema, y no quiere ni pensar las dificultades para quien está pendiente de la hemodiálisis convencional, que obliga al enfermo a concertar con el hospital de la ciudad de destino las largas sesiones en días alternos. Su enfado se hace mayor cuando piensa en lo mucho que se ha peleado, y a veces con éxito, para que la enfermedad no limite más de lo estrictamente necesario. «¡Pero si hasta la casa de los sueros para la diálisis nos los envía a donde nos alojemos, sea el país que sea! Cuando llego al hotel, ya lo tengo allí; todas las facilidades por ese lado, pero por otro, nos tienen como si fuéramos apestados».