El gallego que destapó el escándalo del maltrato en los mataderos franceses

Marta Otero Torres
marta otero REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

cedida

Mauricio Pereira narra en un libro cómo denunció el sacrificio de vacas con fetos de terneros a término. «Aún sueño con vacas que están vivas y las desangramos»

05 jun 2019 . Actualizado a las 15:12 h.

Mauricio Pereira decidió un día que tenía que hacer algo para poder volver a mirarse en el espejo. Este gallego currante se buscó la vida de oficio en oficio hasta que el destino le llevó a Francia y consiguió trabajo en el mayor matadero público de Francia. Allí descubrió un infierno que le revolvió por dentro y le impulsó a grabarlo para denunciarlo ante la sociedad.

Todo empezó el día que, al trabajar en la tripería, se encontró con algo que nunca podrá quitarse de la cabeza. Una bolsa de color rosa irisado en el interior del animal muerto. «¡Hostia puta! ¡Un feto!»: Su reacción queda así reflejada en el libro, que también cuenta cómo respondió su jefe: «Eso no es ningún problema, haces la selección como siempre y tiras el feto a esa bandeja. Date prisa, están llegando más reses».

A partir de ese momento empezó a grabar vídeos, «siempre con el miedo en el estómago», hasta que un día la denuncia de una asociación de defensa de los animales en la televisión le animó a ponerse en contacto con ellos. «¿Eso se hace en Francia?», le preguntó la interlocutora. «Todos los días, todo el mundo está al corriente, pero mantiene la boca cerrada».

Y estalló el escándalo. Mauricio Pereira se convirtió en noticia y los medios se peleaban por sus vídeos. Un momento difícil pero liberador para este gallego valiente. «Le he dado mucho al matadero. Me he dejado la salud y por poco me peleo cuchillo en mano con mi jefe -afirma-: allí he pasado casi siete años, largos como una vida entera. He vivido un descenso a los infiernos y después un momento de gloria. He sido víctima de este sistema y me niego a seguir siéndolo». Por eso decidió convertirse en el primer trabajador de ese mundo cerrado que daba testimonio a cara descubierta, sin ocultarse. «Ha tenido que ocurrir todo eso para que pueda responder sin sonrojarme a las preguntas de mis dos hijos, Quentin y Gregory. Ellos han sido la razón de que me niegue a callarme. Ellos son mi fuerza. Escribí este libro por ellos y por todas las personas dispuestas a abrir los ojos a una realidad terrible».

Lo peor de dar el paso fue encontrarse con el muro del silencio. «Nadie habla, todos quieren seguir ganando el mayor dinero posible. Cada uno tiene su parte de responsabilidad. Más que los mataderos, la sociedad entera es la que falla, al optar por mirar hacia otro lado, al negarse a establecer un vínculo entre el animal y el filete en nuestro plato».

Mauricio no pierde la fe, aunque las cosas no hayan cambiado nada. «Hace poco contacté con uno de mis antiguos colegas del matadero. Me aseguró que nada había cambiado: en Limoges se siguen matando vacas que están a punto de parir», asegura, y también que «en ciertos mataderos se recupera el suero de los terneros fetales para utilizarlo en cultivos celulares en los laboratorios». Él no quiere que se cierren los mataderos, pero «de lo que sí estoy convencido -dice- es de que se puede mejorar la suerte de los animales y ofrecerles una muerte digna». Además, tiene claro que «los avances vendrán del pueblo, no de los dirigentes. Vendrán de los consumidores, que se darán cuenta de que comer carne a diario no es conveniente».

«Aún sueño con vacas que están vivas y las desangramos» 

 

El libro Maltrato animal, sufrimiento humano (Península), denuncia también una situación tan inhumana como la de los animales: la de los trabajadores. Mauricio Pereira tuvo que ir a terapia, y explica cómo muchos de sus compañeros cayeron incluso en el infierno del alcohol y las drogas para sobrellevar la situación. «A fuerza de caminar sobre la sangre mientras los jefes los trataban a gritos, he visto a tipos a los que se les fundían los plomos hasta volverse completamente locos. Por la noche nos asaltan las pesadillas, sin tregua. Sueño a menudo con vacas que aún están vivas y a las que desangramos. Me despierto en medio de la noche, cubierto de sudor, completamente horrorizado».

El trabajador gallego explica además que, después de pasar os o tres noches así «solo esperas una cosa: que llegue el fin de semana para emborracharte hasta perder el sentido. Necesitas reventarte la cabeza para poder dormir sin sueños. Llega un punto en que te pones ciego solo para eso».

En su obra Pereira describe también cómo es el corredor de la muerte al que llegan las vacas para ser sacrificadas. «Se incita a los animales a avanzar mediante pequeños golpes, con ayuda de un bastón puntiagudo o, más a menudo, de un punzón eléctrico -explica-. Hay que encargarse de entre diez y quince bovinos al mismo tiempo: uno por uno los animales se niegan a avanzar [...] Algunos animales, enloquecidos por el miedo y el olor de la muerte, llegan a saltar por encima de la barandilla». Y el golpe final: «El matarife apunta entre los ojos, en la frente del animal. Un pistón es propulsado fuera de la empuñadura cilíndrica del aparato mediante la acción de la pólvora de una bala del calibre 22 y choca violentamente contra el cráneo del animal. [...] Inconsciente, en estado de muerte cerebral, el animal se desploma y rueda por un suelo que tiene una inclinación de treinta grados. La puerta del cajón se cierra tras él, mientras que otro bovino se coloca frente al matarife».