«No siento nada en medio cuerpo, pero disfruto más que nunca de la vida»

Lucía vidal REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

Lucía Vidal / Senén Rouco

El cuerpo de Julio aloja a la peor de las vecinas, la esclerosis múltiple; pero la enfermedad lo ha hecho más fuerte

08 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

«¿Quién es este señor enfadado que se ha comido a mi viejo?». Así relata Sergio, el hijo mayor de Julio Louro, el capítulo que les tocó vivir: el diagnóstico y posterior desarrollo de una enfermedad para ellos desconocida y que se había instalado sin pedir permiso. «Pero nadie le iba a dar a la esclerosis múltiple una orden de desahucio inmediato, así que tocó poner en marcha la estrategia de ‘la mejor defensa es un buen ataque’». Le pusieron nombre a aquel mal hace 18 años. Julio, nacido en Ferrol aunque vecino de Santiago, estaba trabajando en las obras del AVE en Calatayud. Tenía 46 años. Un compañero le avisó de sus andares oscilantes a la salida de un túnel. «Oye, ¿no le estarás dando la bebida?», le espetó con la mayor de las confianzas. La escena se repitió de camino a un restaurante: «A ti te pasa algo, Julio». De vuelta a casa, puso remedio a sus dudas. El doctor Prieto, neurólogo, fue directo. «Me lo contó con pelos y señales. Lo que era y cómo iba a evolucionar», recuerda Julio.

El 12 de octubre del 2000 ingresó por primera vez en el hospital. El tratamiento inicial «fue un infierno». Quince días postrado entre paredes blancas que se le caían encima. «La cama me quemaba», reconoce este hombre cuya agenda diaria arranca, como muy tarde, a las siete de la mañana. «Tenía visión doble, se me caían los líquidos de la boca...». Poco a poco fueron lanzando nuevos fármacos que redujeron su pesadilla a tres días y tres pinchazos. Desde hace ocho años sigue un tratamiento experimental, Gilenya. «Me siento bien». Sobre la nueva pastilla que se está empezando a comercializar, se muestra cauto: «Sería una cada seis meses en vez de cada día», dice Julio, que ha encontrado en su profesión el mejor aliado para luchar contra las barreras arquitectónicas en su ciudad. Elabora informes en los que detecta carencias para ponerlas en conocimiento de las autoridades.

El mal de las mil caras

La llamada enfermedad de los mil rostros, por las diversas maneras en las que se manifiesta en cada paciente, ha supuesto limitaciones pero también le ha obligado a «ser más fuerte, si cabe». «Hay gente que no sale de su habitación. Yo no escondo nada. No quiero disimular lo que tengo. Hay que echarle narices y aprender a vivir con ella. No siento nada en medio cuerpo, pero disfruto más que nunca de la vida», cuenta Julio. Con la mano derecha dormida, y la izquierda en camino, para cortar alimentos emplea un cuchillo de sierra. «Lo uso como si fuera un bolígrafo». De la cintura a la rodilla tampoco siente nada. «Pero puedo mover los pies. De hecho conduzco. Lo malo es que antes tenía un Mini, que es un coche que me encanta, y tuve que cambiarlo por un automático». En su nuevo vehículo tiene espacio para el andador y la escúter eléctrica, que usa para ir al supermercado. «Mi mujer ha visto un mundo de posibilidades. Me hace la lista y allá voy a la compra. Me caben todas las bolsas», asegura entre risas.

«Si un día no puedo hacer tortilla de patatas, pues comemos unos bocatas de jamón»

Julio ha ido adaptando la realidad a sus circunstancias. Que le da un brote (puede durar cinco minutos, como una hora o un día entero)... pues ese día no cocina tortilla de patatas: «Y eso que me sale genial, pero pronto hay plan B. Unos bocatas de jamón». Antes vivía en un tercero sin ascensor. Ahora, en un bajo. «Hace años bajar siete peldaños me llevaría segundos. ¿Hoy una hora? Pues si comemos a las dos, empiezo a bajar la una». Pese a su ánimo incansable, a veces la enfermedad pega un puñetazo sobre la mesa para hacerse notar: «Me acuesto por la noche haciendo un montón de planes para el día siguiente. Por la mañana la cabeza va por un lado y el cuerpo por otro. La esclerosis me dice: ‘Quieto, que estoy aquí, hoy no te levantas de la cama’».

Su hijo Sergio termina este relato de valentía: «Me siento orgulloso de un padre tan generoso que un día le cedió un asiento en su cuerpo a la peor de las vecinas. La esclerosis no es mi padre».