Las otras cicatrices del fuego... y algo más

R. Domínguez A CORUÑA / LA VOZ

SOCIEDAD

CESAR QUIAN

Los accidentes, más que los incendios, llenan la Unidad de Quemados del Chuac

11 jun 2018 . Actualizado a las 09:50 h.

Esta vez la planta está llena. «Esto es muy variable. Si es un año de incendios, tenemos más quemados por fuego », explica Javier Valero, jefe de Cirugía Plástica del Chuac, servicio al que pertenece la Unidad de Quemados de referencia en Galicia y que recibe pacientes también de León y Asturias. «Hoy lo que más tenemos son accidentes, antes veíamos muchos desheredados, gente que vivía y se calentaba en la calle, viejecitos que se caían sobre la lareira...», cuenta.

Con un plantel de enfermería tan sensible como fuerte y sobre el que recae buena parte de la tarea de cuidados, físicos y emocionales, Quemados es el centro de trabajo de los cirujanos Eugenia López Suso y Juan Barreiro, y de la ucista Rita Galeiras. Dentro, los casos más graves, hasta la tercera parte, suelen llegar del asfalto, que no solo quema. Los llaman «pacientes con pérdida de sustancias complejas». Solo pensarlo casi duele. Personas a las que la toma de fuerza del tractor les arranca la pared abdominal. O horadados por una enfermedad autoinmune.

Aún con excepciones -la última vaga de lumes provocó alguna- la carretera y la industria, los siniestros laborales, provocan los casos que difícilmente se olvidan. Hay trabajos, como la Refinería o Alcoa, que siempre los mantienen en alerta. Las explosiones pirotécnicas, en el país del millón de fiestas, tampoco faltan, como los quemados en las hogueras de San Juan. «Tienen más que ver con el consumo de alcohol y drogas», valora.

Les llegan también los accidentes domésticos, cuyas consecuencias también se han ido apagando con el tiempo. «Hay más seguridad, en las empresas y en las casas», reflexiona Valero. Los niños ya casi no se electrocutan en los enchufes, las puertas de los hornos ya no queman sus manitos y las sartenes casi siempre se dejan con el mango hacia dentro. Aún así, cada año le llegan una decena de menores a una unidad en la que, entre sus seis boxes, uno es de tallas pequeñas. Alguno por chupar un cable, y la mayoría por escaldaduras que en otras épocas, cuando el cubo para alimentar a los animales estaba a su alcance, eran mucho más frecuentes. «Tengo la gran suerte -dice Valero- que no se me ha muerto ningún niño».

Los años en este hospital dentro del hospital también marcan al personal. No es fácil olvidar ciertos rostros. «Recordar sus nombres a veces es terrible» advierten en la unidad. Cuando el ingreso se cuenta en meses, se conoce a la familia, padres e hijos, planes de futuro y proyectos de vida. 

En la «burbuja»

«Admiro a las enfermeras», dice el jefe médico. «Este es un sitio duro». A veces, cualquier movimiento, cura o desbridamiento significa dolor, pese a los mórficos. Y sí, se pierden enfermos, a veces después de medio año peleando. «Son pacientes para toda la vida y no es un lema. Conocemos su vida y ellos conocen la nuestra», dice la supervisora, Eva Oubel.

A los que salen adelante, les quedan secuelas y operaciones casi incontables. «Aquí los tenemos en una burbuja, pero salir al exterior es enfrentarse a la calle y todos sabemos que la sociedad te mira y te juzga», explica la jefa de las enfermeras, que conoce bien de cerca el impacto de quien ha de enfrentarse de nuevo al espejo . «A veces ellos no se han visto hasta que se van», cuenta.

La gravedad depende del área afectada, la superficie y la profundidad. Un diez por ciento, una mano, pero de tercer grado, puede obligar a amputar. Una más superficial, pero muy extensa, tiene el peligro de la infección.

«Tenemos de todo, pero la edad media suele estar en los 40», indican sobre lo mucho que se ve en las visitas a un departamento en el que la entrada ha de protegerse. Las infecciones son el riesgo con mayúsculas cuando se ha perdido ese escudo de piel que protege el cuerpo. La enfermería, que sabe cuánto alivia el cariño, flexibiliza el acceso.

 Aprender de las «guerras»

El historial de la unidad coincide bastante con el de catástrofes. «Donde se aprende de quemados es en las guerras», resume Valero. Está, por ejemplo, el embarrancamiento del Casón en Fisterra, con quemaduras químicas complejas en las que el sodio metálico, que explosiona con el agua, impedía el gesto automático de lavar la herida. O los rayos en la zona de Carballo, descargas de un millón de voltios, con huellas pequeñas en superficie, pero que destrozan todo a su paso en el interior del cuerpo. Y las pequeñas batallas del día a día, como el tintorero y el cristalero con un dolor de morirse bajo la uña, sin nada visible. «Es una quemadura por ácido fluorhídrico, que solo deja de penetrar cuando llega al calcio, cuando toca hueso», explica el especialista.

¿Cuál es la peor de las quemaduras? «Depende», dice a la gallega el doctor, que reflexiona sobre cuánto puede cambiar el pronóstico del paciente antes incluso de que llegue a la unidad. La tragedia del cámping de los Alfaques -243 muertos y más de 300 heridos al explotar un camión cisterna en 1978-, enseñó lecciones sobre los cuidados del traslado: «Sobrevivieron más los trasladados al hospital La Fe de Valencia, y no los que trasladaron al Vall d’ Hebrón de Barcelona, porque como el trayecto era más largo, se les intubó, se vigiló más la vía aérea... Hoy todo eso ha mejorado mucho», dice sobre la labor del 061. piadora y secretaria forman la plantilla.

«Si te dan una segunda oportunidad, hay que cogerla»

Cristian Lorenzo comparte su experiencia en la Unidad de Quemados después de casi dos décadas del terrible accidente que lo llevó al hospital tan grave que «lo normal es que no hubiese salido»

R. Domínguez

Cristian Lorenzo conoce bien la Unidad de Quemados. «Sigo manteniendo contacto, ya de amistad», cuenta después de casi dos décadas del terrible accidente que lo llevó al Hospital Universitario de A Coruña tan grave que «lo normal es que no hubiese salido». Pero aquí está. «Ellos me sacaron las castañas del fuego», casi bromea. Tiene 41 años, camina con dos prótesis y empujado por el pensamiento claro de que «si te dan una segunda oportunidad, hay que cogerla y salir para adelante». 

En octubre de 1998 trabajaba en mediciones de cobertura de telefonía móvil cerca de la autopista, a las afueras de A Coruña. La pluma del camión se acercó demasiado a los cables de alta tensión, «hizo arco y nos cogió a mi compañero y a mí». Una descarga de 132.000 voltios cruzó su cuerpo y lo despidió varios metros. «Yo me quedé inconsciente en el acto, no me enteré de nada». Parte de sus piernas, pegadas al asfalto.

Cumplió los 22 en el hospital. «Estuve quince días en coma, quince más en coma inducido y otros quince ya consciente en la unidad», que abandonó relativamente rápido, aunque durante mucho tiempo tuvo que acudir de dos a tres veces por semana a hacerse curas. «Y tuve bastantes operaciones después», apunta de un accidente que también le dejó daños en brazo y mano. No es capaz de precisar cuántos quirófanos e injertos necesitó para curar. «Muchos», dice.

Necesitó también rehabilitación en el hospital de Oza. Ahora prácticamente solo acude a las revisiones por las prótesis de sus piernas. «Adaptarse cuesta, tiene sus problemas, pero es lo que hay, es la lucha del día a día», resume.

Con la distancia del tiempo, cree Cristian que «fue peor para mis padres que para mí». «A mí me quedaron las secuelas, pero a ellos... La impresión del accidente, cuando le dicen ‘hay que apuntarle las piernas para salvarle la vida’. Tuvieron que tomar decisiones muy difíciles, fueron los que pelearon por mí», reflexiona ahora. Habla sin pizca de dramatismo, ni resentimiento, de lo ocurrido. «Cuando te dan esa noticia de que te han cortado las dos piernas en lo mejor de la vida... Es duro. Al principio sobre todo, pero se sale, con apoyo, de la familia, de los amigos, se sale», cuenta quien habla de fuerza y ayuda, y también de frialdad «de cabeza» para superar y comprobar que «no sabes hasta dónde puede llegar la fuerza de superación de cada uno».

«Todo está en la cabeza. Fue lo que te tocó, pero estas aquí, lo lógico era que me hubiese quedado allí, y mira lo que me quedaba por ver», concluye mientras habla de lo rápido que pasa el tiempo cuando se es padre. Tiene dos hijos pequeños. Mucho por lo que seguir tirando hacia adelante.