La libertad religiosa empieza a asomarse de forma tímida

Elisa Álvarez González
Elisa Álvarez SANTIAGO / LA VOZ

SOCIEDAD

Evandro Inetti | DPA

Franco reconoce el derecho de cada persona a profesar su religión

05 abr 2018 . Actualizado a las 15:17 h.

En el año 1965 el Concilio Vaticano II declaró que cada persona tiene derecho a la libertad religiosa. La España de Franco, en donde la católica era oficialmente «la religión del Estado español», se vio obligada a recoger el guante. Y fue así como tímidamente a finales de los sesenta comenzó este derecho en el país, con una ley en el 67, ya derogada, y sus posteriores desarrollos normativos, algunos aún en vigor. En 1968, el año en el que comenzaron a fraguarse muchas libertades, también se pusieron las bases para que cada español pudiese profesar su propia religión públicamente. Una orden de abril de ese año reconocía las confesiones religiosas no católicas y su derecho a constituirse en asociación, en la línea conciliar. También el de establecer lugares de culto, tener un registro de sus miembros y libros de contabilidad. No obstante, y pese a que el testigo del Concilio Vaticano II llegó a España, la ley era clara al recoger que la religión católica seguía siendo la de la nación.

Y es que todavía el país era un estado confesional, algo que no cambiaría hasta la entrada en vigor de la Constitución, en donde claramente se recoge en su artículo 16 que, «ninguna confesión tendrá carácter estatal». No solo eso, los poderes públicos, en función de las creencias de la sociedad española, están obligados a mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y con las demás confesiones.

Medio siglo después «la libertad religiosa como derecho individual está plenamente garantizado en España», dice Vicente Sanjurjo, profesor de derecho constitucional de la USC, quien abordó en sus investigaciones este tema. Pero al mismo tiempo que se muestra contundente en la protección de esta libertad por parte del Estado, no lo es tanto en otras cuestiones que afectan a la religión, como la obligación que tienen los poderes públicos de ser neutrales. Las banderas a media asta durante la Semana Santa, la presencia pública de ministros en las procesiones, o las Fuerzas Armadas participando y protagonizando actos religiosos «casan mal con el principio de aconfesionalidad del artículo 16 de la Constitución», recuerda este profesor universitario.

«El Estado -añade Sanjurjo- no tiene ningún tipo de déficit en la garantía de la libertad religiosa, pero cuestiones como las anteriores plantean un problema con el principio de neutralidad estatal». No solo eso, sino que si los poderes públicos se identifican con un tipo de confesión, los individuos que no forman parte de ella no ven respaldado el ejercicio de su libertad de creencias en las mismas condiciones.

En la ley preconstitucional se recogía que los españoles, con independencia de sus creencias, tenían derecho al ejercicio de cualquier trabajo o actividad, e incluso se admitía la posibilidad de casarse, además de civilmente, por los ritos o ceremonias propias de las confesiones no católicas «en cuanto no atenten a la moral o a las buenas costumbres». Los españoles -admitía esta ley- tenían derecho a recibir sepultura según sus convicciones y a recibir enseñanza de su propia fe.

Una ley que duró 13 años

Poco duró esta primera ley de libertad religiosa que afloró a finales de los sesenta. Lógico, por otro lado, con la llegada de la democracia y la Constitución. En 1980 se aprobó una nueva norma adaptada a los principios constitucionales de aconfesionalidad del Estado. Las diferencias están claras ya desde sus primeras líneas, pasando de una religión católica «que es la de la Nación española» -rezaba el texto publicado en 1967-, a que «ninguna confesión tendrá carácter estatal» en la legislación del 80. No obstante, la Iglesia católica se aferraría a sus derechos en los acuerdos con la Santa Sede, que se negociaron prácticamente al mismo tiempo que la Constitución y en los que se incluyen aspectos educativos como el derecho a recibir clases de religión, o a que sea la propia Iglesia quien designe a los profesores de esta materia en los centros públicos.