Pepy, redactora de su propia esquela para que se sepa lo feliz que fue

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

SOCIEDAD

Emilio J. Cerviño

No tiene ni tiempo ni ganas de morirse. Pero, como le gustan las cosas bien escritas, ya hizo su necrológica

17 mar 2020 . Actualizado a las 19:48 h.

Con Pepy G. Clavijo, octogenaria y vitalista, uno tiene la eterna duda del huevo y la gallina. ¿Vive para contar la vida o cuenta para poder vivir? El caso es que ella escribe desde siempre, desde que era pequeña y paseaba su melena rubia y sus aires rebeles por las calles de Tetuán -«qué libertad tenía en Marruecos», suspira- hasta ahora, que peina los 83 años como quien peina los 15 por su Pontevedra querida. Pepy tiene escrita su vida, narra sus viajes, sus anécdotas, de su cabeza salen poesías, convierte relatos cotidianos en prosa que da gusto leer... Ha publicado doce libros. Y tiene pluma para rato. Tanto escribe y tanto le gusta la corrección a la hora de redactar que un buen día decidió escribir de su puño y letra su esquela. ¿Por qué? Por dos razones: porque quiere que la necrológica diga lo que ella exactamente quiere decir y porque teme que, si la deja en otras manos, se escape alguna incorrección ortográfica, semántica o de cualquier índole. Lo de la esquela podría sonar a anécdota. Incluso a extravagancia. Pero, en realidad, que se haya plantado en una funeraria con su obituario bien escrito define a Pepy, genio y figura hasta... la misma sepultura.

Pepy, que nació en Los Barrios, fue hija de militar. Y pasó su infancia en Marruecos. Se le ilumina la mirada cuando recuerda que con diez años le daba esquinazo al autobús del colegio y se marchaba con sus amigos a recorrer el Tetuán profundo. «¿Leíste El tiempo entre costuras? Yo era como la protagonista cuando pisa todas esas calles con las armas a cuestas, solo que no llevaba munición», dice. A su padre lo destinaron a Galicia cuando ella era una jovenzuela. Y desembarcó entonces en Pontevedra. Dice que no pasó desapercibida: «Yo me pintaba, venía con medias y aquí todo el mundo en calcetines, figúrate la estampa».

Estudió Magisterio y se puso a trabajar enseguida en una academia. Se casó pronto, tuvo hijos pronto y combinó todo ello con la preparación de oposiciones. Se convirtió en maestra pública, de lenguaje, de literatura española, de inglés o de geografía. Dice que amó la enseñanza todos y cada uno de los días que la ejerció. Y uno no puede dejar de creerla, porque algo se le mueve dentro cuando recuerda los años entre pupitres y porque Pepy, en realidad, ama todo cuando la rodea. «Estoy en paz en el mundo», insiste ella. Habla de que por mucho trabajo que tuviese, en casa y en la escuela, nunca dejó de cultivar pasiones. Viajó a Marruecos siempre que pudo para reunirse con aquellos amigos con los que antaño cruzaba las calles. Creó un grupo de poesía que aún mantiene, coleccionó y colecciona todo cuanto se le antoja -desde cajas de cerillas a postales del mundo-, quiso con locura a un marido pintor que le llenó la casa de cuadros y que un día se marchó para siempre «demasiado pronto, pero yo creo que después de haber sido feliz. Y ahora Pepy es una octogenaria pizpireta a la que el médico le dice que debería enmarcar sus analíticas; una anciana que vive felizmente sola y que se levanta todos los días a las ocho de la mañana para escribir hasta las once, hora a la que pasea; una enamorada de su familia, a la que no quiere complicar la vida, que se entusiasma con un WhatsApp de un nieto; una bisabuela que no tiene ganas ni tiempo de morirse. Pero, si la muerte le llega, la cogerá con el guion resuelto. No desvela demasiado del contenido de su esquela. Pero da pistas. Pone que no quiere funeral, sino que prefiere que se lea un poema para recordarla. Pone que no quiere que nadie llore. Y pone que ha sido muy feliz. Desde luego, no miente.