Carmen y su hijo Rodrigo, ambos con Asperger, reivindican en el día internacional de este trastorno del espectro autista una sociedad que reconozca la neurodiversidad
18 feb 2018 . Actualizado a las 18:59 h.Es lunes de carnaval. Faltan seis días para que llegue hoy, domingo, el Día Internacional da Síndrome de Asperger. Las previsiones meteorológicas apuntaban a que la lluvia regaría A Coruña durante toda la jornada. Ha resultado que no. Carmen y su hijo Rodrigo han quedado para comer, «para hacer una especie de pícnic»» en el merendero de la Casa del Hombre (Domus). En invierno no suelen salir. Les gusta estar en casa. Su hogar es un espacio que han amoldado a su gusto, para estar cómodos. «No tenemos sala de estar, ni tele. Tampoco hay retratos. La gente tiene la casa llena de fotografías en el salón. No podría estar todo el día rodeada de fotos de personas que parece que me están observando», comenta Carmen.
Incluso tienen su propia forma de comunicarse. A veces mezclan palabras de diferentes lenguas porque, como explican, no todas tienen la misma carga semántica o el mismo matiz. Hay idiomas que tienen un vocablo para expresar un concepto que resulta intraducible a otro. De hecho, él describe cómo piensa en varias lenguas. «Castellano, inglés, ruso... para escribir también uso alfabetos diferentes o incluso me he inventado una lengua», comenta.
Para hablar del Asperger escogen un lugar público. Carmen está preparando una charla para la jornada Benvido ao espectro, que organiza en cinco días (fue ayer sábado en Santiago) la Asociación Galega de Asperger y la Federación Autismo Galicia. Han llevado un bocadillo y ahí están. Ha salido el sol. Rodrigo observa con sus prismáticos el vuelo de unas gaviotas que pelean en el aire. «Son crías», apunta.
-El otro día vi por el paseo un ave de cola roja. No lo había visto antes.
-¡Ah! Es un colirrojo tizón.
Lo explica mostrando un dibujo en una guía de aves que tiene sobre la mesa. Mientras Carmen mira al mar y muestra a su hijo por dónde avanzan los pájaros.
Dependencia emocional
El merendero de la Domus es un lugar al que les gusta ir para observar las aves o mirar las olas. Van cuando no pueden ir al parque de Santa Margarita o al entorno de la Torre de Hércules. «No entiendo la dependencia emocional. Hay gente a la que le gusta quedar con otras personas para socializar, pero en mi caso no tengo la necesidad de que otras personas estén validando todo el rato lo que estoy haciendo. Tampoco preciso que me abracen. A nosotros -habla de ella y su hijo- nos gusta más relacionarnos con la naturaleza. Recibo mucho más mirando el paisaje, porque me hace sentir bien, que quedando con otras personas», explica Carmen. Ella y su hijo tienen Asperger, un Trastorno del Espectro Autista (TEA) porque, como bromea ella, ya hay unas camisetas que ponen «no somos enfermos. El DSM-5 nos ha curado».
¿Por qué? El Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM-5), publicado por la Asociación de Psiquiatría Norteamericana y un referente mundial a la hora de evaluar esas enfermedades, ha sacado al Asperger de la lista. Las personas que están diagnosticadas como tal han pasado a incluirse dentro del espectro autista. Como dice Carmen, «lo que nos pasa es que vemos las cosas de otra manera y las procesamos de otro modo. A mí me gusta hablar de neurodiversidad. La cuestión es que somos pocos». Los datos que maneja la Asociación Galega de Asperger (Asperga) hablan de que afecta a entre 3 y 7 personas por cada mil nacidos que, en la mayor parte de los casos, tienen dificultades para comprender las reglas sociales.
«Antes era más aceptado»
Carmen empezó a entender que no comprendía a los demás a los cinco años. «Hasta entonces vivía con mis padres, con mi abuela. Bordaba, jugaba en el parque con las hormigas. Nunca pisé una. Nadie tuvo que explicarme como a otros niños que no podías pisarlas. Resulta obvio. Son seres vivos. Les hace daño como a mí. Fue al empezar el colegio cuando me di cuenta de que el resto de los niños eran raros», cuenta.
Aunque fue diagnosticada de adulta, ella era consciente de que no entendía el mundo como los demás. «Antes -dice- era más aceptado que fueras de esta forma porque no se notaba tanto. Había más artesanos que trabajan solos. No había tanta promoción de la idea de ‘trabajar en equipo’. No había tampoco los estímulos sensoriales que hay ahora. No había tanto ruido, las luces led de los coches, los semáforos... Además, ahora todo está estructurado para obligarte a ser una persona sociable». «Algunos de esos estímulos no solo molestan, duelen», apunta Rodrigo. «Hay veces que tengo que controlarme cuando alguien fuma a mi lado, porque no puedo soportar ese olor», añade.
Carmen y Rodrigo tienen hipersensibilidad. Aprecian el sonido, las luces o los olores de una forma intensa, más que la mayoría. «Eso que nos molesta en un ámbito, nos favorece cuando estamos en medio de la naturaleza. Ayuda al tener mayor capacidad para escuchar el sonido del mar u observar un árbol», cuentan.
La educación
Y hablan de cómo «el problema empieza con la educación». Desde que nacemos nuestros padres nos obligan a ser «un personaje» de lo que a ellos o a la sociedad les gustaría que fuéramos. «No puedo relacionarme con un personaje», explica ella. Del mismo modo que, añade, «no puedo ofenderme porque no me identifico con nada».
Carmen vierte en la charla todo lo que piensa de verdad. Sonríe. Le sorprende cómo las personas, en general, tienen una gran capacidad para autoengañarse o ver lo que no es. Luego están los que quieren ayudar, «pero tratando de que cambies. No me ayudas de ese modo. No voy a ser feliz», dice. Porque, como apostilla su hijo, «tendríamos una vida falsa».
Por eso les gusta hablar de neurodiversidad. De que la sociedad es diversa, pero no está preparada para ello. Para entender que hay algunos que no viven como todo el mundo, pero son felices. La suya es otra forma de vivir, otro modo de vida.