Las grandes tumbas que faltan por descubrir

nacho blanco REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

Además de la de Nefertiti, los arqueólogos sueñan con encontrar algún día los tesoros de grandes personajes de la historia como Gengis Kan, Cleopatra, Marco Antonio, Alejandro Magno y Jesucristo

19 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La arqueología vive momentos de esplendor gracias a la esperanza de hallar en Egipto la tumba de la reina Nefertiti tras la de su hijastro Tutankamón. Sin embargo, los buscadores profesionales de tesoros todavía sueñan con dar el golpe de efecto y desenterrar los tesoros más codiciados para la historia y que se podrían reducir a cuatro: el padre del imperio mongol Gengis Kan; el macedonio Alejandro Magno; la pareja de enamorados Cleopatra y Marco Antonio, y Jesucristo.

Gengis Kan nació en un pueblo, el de los mongoles, de origen tribal y basado en el nomadismo y la exaltación del caballo como elemento de guerra y nobleza. Tamujin, que ese era su verdadero nombre, creció en la actual Mongolia, y guerreó con todos sus vecinos hasta imponerse y confeccionar un imperio cuyas fronteras, a finales del siglo XIII, comprendía desde el océano Pacífico hasta el mar Caspio. Sus sucesores, especialmente su nieto Kublai Kan, llevaron hasta las mismas llanuras de Hungría el imperio mongol.

Pero nadie ha descubierto la tumba del gran jefe estepario. Primero porque la leyenda sobre su muerte y entierro ya dejó bien claro en la memoria colectiva que no era bueno buscarla. El propio kan amenazó a quien intentara alterar su sueño eterno. De hecho, cuenta la leyenda, un grupo de fieles fue el encargado de sepultar a su líder, matando a todo aquel que se cruzara en el camino de la comitiva. Además, Gengis Kan, como mito sagrado de la actual Mongolia, impone, y las investigaciones arqueológicas en el país están parcialmente vetadas. Es casi imposible excavar. El científico Albert Lin mantiene que el gran kan está enterrado en unas montañas sagradas al noreste de Ulan Bator, la capital de Mongolia. Su estudio fue elaborado sin hundir una sola pala en la tierra, utilizando georradares, drones e imágenes vía satélite para señalar al monte Burkhan Kaldun como posible punto de enterramiento. En la zona hallaron restos de cerámica y de una construcción, hoy todavía en estudio. Aunque de los restos del mongol, nada de nada.

Alejandro Magno fue un loco aventurero y juvenil estratega que no tuvo otro igual. Hijo de papá (que fue Filipo II), lo tuvo todo para empeñarse en conocer mundo, impregnarse de sus cosas buenas e irradiar el mundo greco-macedónico más allá del río Indo. Su muerte, a causa de unas fiebres, complot o envenenamiento, está rodeada de misterio. Sus sucesores se liaron a tortas por los restos de un imperio inmenso. Tanto los textos conservados como la tradición oral sitúan los restos mortales de Alejandro en múltiples localizaciones. Las más creíbles apuntan a Egipto, cerca de una de sus numerosas ciudades con su nombre: Alejandría, más concretamente en las inmediaciones del oasis de Siwa. Alejandro tampoco tiene tumba conocida, aunque algunos sostienen que descansa en una de las tumbas ya descubiertas en Vergina, Grecia.

También en el más absoluto anonimato se encuentran reposando el romano Marco Antonio y su amada de nariz respingona, la reina Cleopatra, la VII con este nombre en el trono de Egipto. Ella, de gran belleza para los cánones de la época, se vio envuelta en un sándwich político en el que Roma llevaba las de ganar. Primero se alió y lió con Julio César, con quien tuvo un hijo, Cesarión, que nació de cesárea -de ahí el nombre de esta intervención-, para después, tras morir asesinado César, caer rendida en brazos del general Marco Antonio, menos astuto, más tosco pero más guapo que su predecesor en el lecho, y que fijó su residencia a orillas del Nilo mientras sus enemigos le ganaban batallas. No hay constancia de que murieran jurándose amor eterno, él bajo los efectos de un copazo con veneno y ella víctima de un áspid. La arqueóloga dominicana Kathleen Martínez lleva más de diez años peneirando las arenas del desierto egipcio en Taposiris Magna, sin resultados.

Jesús, de Nazaret a Cachemira

Jesucristo, créase o no su vertiente espiritual, fue un personaje histórico. Miles de leyendas y mitos rodean su figura. Y su enterramiento no le anda a la zaga. La hipótesis clásica localiza su tumba en Jerusalén, pero no hay pruebas concluyentes. Las más viajeras dicen que huyó a Inglaterra o a Francia tras simular su muerte compinchado con José de Arimatea. E incluso que escapó a la India y falleció bajo el nombre de Yuz Asaf como un santo en Srinagar, en la disputada Cachemira, donde existe un mausoleo con su supuesta tumba y la impresión de la planta de sus pies, custodiada por musulmanes ahmadíes. Cerca de allí y del techo del mundo, en el Himalaya, la tradición asegura que vivió y murió un sabio llamado Issa, que es el nombre árabe de Jesús. Cuatro figuras clave sin cuyas tumbas la historia sigue incompleta. Mientras, a los arqueólogos y curiosos les toca seguir soñando. O cavando.