La estación de la montaña

Francisco Domínguez García

SOCIEDAD

15 ago 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Anoche soñé que había vuelto a la estación de la Gudiña al pie del Padornelo. Era una noche gélida de invierno, típica de aquella zona. Un blanco manto de nieve cubría las vías y andenes de la estación, que se encontraba a oscuras, presentando un extraño aspecto victoriano.

En mis sueños me detuve delante del edificio de la estación, ante unos ventanales, cuya visión me evocó recuerdos del pasado, al tiempo que el corazón me latía en el pecho y en los ojos sentía extrañas punzadas de las lágrimas.

Allí estaba nuestra casa de la montaña, donde en otros tiempos fuimos felices con nuestros hijos pequeños. Sus piedras grises brillaban a la luz de la luna. Los años no habían destruido la perfecta simetría de aquellos muros.

La luna sabe jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme. Estaba ante la casa callada y silenciosa, habría podido jurar que no se encontraba vacía, que había vida como en otros tiempos. Veía luz en las ventanas y la suave brisa de la noche movía las cortinas. Entonces, como todos los que duermen, me sentí dotado de una fuerza sobrenatural. Atravesé como un espíritu la puerta de la entrada, cerrada con cadena y candado. Penetré en el salón. Allí, junto a un jarrón de flores, estaba tu pañoleta, que con tanta gracia sabías colocarte sobre la cabeza. Recorrí los pasillos y entré en el dormitorio de nuestros hijos. Los vi durmiendo y sonriendo felices como cuando les dábamos el último beso del día, antes de acostarlos.

Por último, me detuve ante el confortable comedor, con la amplia mesa familiar a cuyo alrededor comíamos en gran armonía y celebrábamos maravillosas Navidades, contemplando desde los amplios ventanales, mágicos paisajes nevados bañados por la luz de la luna.

Una nube borró de repente mis sueños. Desapareció la ilusión con ello. Volví a ver solamente una casa desolada y abandonada, sin un eco del pasado. Allí estaban nuestras alegrías e ilusiones enterradas. No resucitarán jamás.

Cuando ya despierto recordase nuestra casa de la montaña, lo haría sin amargura, me acordaría de los rosales en verano y de los nevados paisajes al amanecer. De las felices tardes de primavera merendando con nuestros hijos en el valle a la sombra de los frondosos castaños.

Estas cosas eran permanentes y no podían causarme dolor.

La verdad era que habían pasado muchos años. Tú te fuiste tras rápida y cruel enfermedad. Nuestros hijos se independizaron. Ahora en mi soledad me encontraba durmiendo a muchos kilómetros, en nuestra casa del mar. Despertaría pasados unos minutos, al penetrar en mi habitación el sol que con fuerza asomaría por el monte Xiabre. Suspiraría un segundo. Me desperezaría, saldría a la terraza, contemplaría los bandos de gaviotas que, cruzando raudas, se desplazaban desde la Playa de Compostela hacia el Cantábrico. Desde el jardín del parque, oiría el armonioso canto del ruiseñor, anunciando la primavera.

Francisco Domínguez García (Vilagarcía de Arousa, 75 años) está jubilado.