Victoria pírrica contra los abusos

Sara Carreira Piñeiro
Sara Carreira REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

Benedicto XVI, el primer papa que afrontó la pederastia, se desgastó en una lucha que rompió con el secretismo secular de la Iglesia

14 feb 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

La pederastia en la Iglesia se hizo pública en el 2002, cuando las víctimas dejaron de esconderse para pedir justicia. Estados Unidos fue el primer país en destapar la vergüenza de los abusos sexuales a niños y adolescentes de ambos sexos en parroquias, colegios y centros atendidos por sacerdotes; tras años de lucha, unos 700 curas fueron despedidos por sus delitos. Para entonces, los responsables de la Iglesia católica llevaban años conociendo los excesos y silenciándolos, en el mejor de los casos apartando al responsable de la atención de los menores, pero también simplemente cambiando a los pederastas de unas parroquias a otras.

Juan Pablo II criticaba los abusos a la vez que tapaba el caso del fundador de los Legionarios de Cristo, el mexicano Marcial Maciel, que violaba a seminaristas y mantenía una familia en paralelo a la Iglesia. Otro ejemplo paradigmático fue el del obispo de Boston, Bernard Law, que tuvo que dimitir en el 2002 por los escándalos -al parecer, encubrió a 150 curas pederastas cambiándolos de parroquia-, pero en el 2004 Juan Pablo II lo nombró arcipreste de la basílica Santa María la Mayor de Roma (de hecho, ofició uno de los funerales del papa).

Cuando Ratzinger se convirtió en Benedicto XVI, los escándalos se sucedían y decidió tomar medidas, pero resultaron tímidas: exigió la renuncia de Maciel, pero le evitó un proceso legal; o animó a los obispos que intervinieran activamente. En los años siguientes visitó varios países reconociendo el dolor causado y pidiendo la aplicación de la justicia. Poco más.

Las asociaciones de víctimas recibían al pontífice con manifestaciones porque lo que ellos querían era una compensación pública, moral, económica, social, espiritual y, por encima de todo, un castigo verdadero a los culpables. Además, trascendió que, siendo prefecto para la Doctrina de la Fe, Ratzinger no intervino en los abusos a 200 niños sordos, o que su hermano tapó algún escándalo como director de un coro en Alemania.

En el 2010, Benedicto XVI cumplía cinco años de papa mientras la curia, atosigada por las denuncias, negaba la mayor: «Hay un ataque programado que utiliza la pedofilia como pretexto», decía el cardenal Saraiva repitiendo la consigna. Entonces llegó la sorpresa. En mayo, Benedicto XVI viajaba a Fátima y reconocía abiertamente que en esta crisis solo había un culpable, la Iglesia; que pedir perdón era necesario pero no suficiente, que había que denunciar a los pederastas; que no existían los ataques externos a la Iglesia porque ya le llegaba el daño que se hacía desde dentro; y que matar al mensajero (la prensa) no eliminaba el problema. Convocó en noviembre a todos los cardenales, les explicó que tenían que denunciar a la justicia civil los casos y les dio una hoja de ruta en la que se incluía la atención a las víctimas; exigió tolerancia cero y vigilancia para que no volviese a pasar nada parecido. Destituyó a dos obispos díscolos -el de Brujas era pederasta-.

Han pasado dos años. El Vaticano ha sacado la primera estadística: 3.000 curas pedófilos, de los que 300 atacaban a niños pequeños, no adolescentes; el 60 % de los casos prescribieron, el 20 % están en proceso legal; un 10 % fueron expulsados por el papa y otro 10 % pidió la dispensa para abandonar la Iglesia. Los datos ajenos multiplican estas cifras por dos o tres.

¿Es suficiente lo hecho? Aun muchos obispos no colaboran con la justicia local, en África y Asia apenas se ha abordado el problema y las víctimas siguen reclamando cárcel para los pederastas. Los que creen que la crisis se ha encauzado -cerrarla llevará muchos años- piden tiempo.