A Lanzada, donde la leyenda amansa las olas

CRISTÓBAL RAMÍREZ

SOCIEDAD

Toda la zona es un ejemplo de la microtoponimia gallega, pero también de la belleza de las costas atlánticas pontevedresas.

12 dic 2009 . Actualizado a las 22:17 h.

Lo recoge en su Guía de Galicia el pionero Ramón Otero Pedrayo. Son unos versos del libro Mariñeiro da Lanzada, de un poeta que no ha pasado a la posteridad o al menos cuando se entiende esta como popularidad, porque la historia tiene esas injusticias. Decía Luis Rodríguez Seoane:

Xa xunto ao meu lar non miro

a ninguén por quen chamar:

ti serás o meu retiro,

mar por quen triste suspiro,

mar da Lanzada. ¡Meu mar!

En lo que tenía toda la razón es en que aquí hay mar, y mucho. Porque A Lanzada se define como un istmo arenoso, mucho más ancho de lo que parece a primera vista. Relativo acceso y defensa a Orovio (u Orvio) de cuando las legiones romanas andaban por estos lares, topónimo que dio lugar primero a Ocrove y luego a Ogrobe, así, junto y con be, que es como se escribía en el siglo XVIII. Esto último lo confirma también alguien de peso en el mundo de la toponimia gallega como Cabeza Quiles. Y que era zona poblada de antiguo no admite discusión: ahí están las ruinas de Adro Vello, ahora a salvo de los temporales pero esperando tiempos mejores. Si en O Grove se implantara una mínima, muy mínima, tasa por mesa de restaurante o habitación de hotel ?anatema esto de proponer más impuestos en tiempos de crisis?, se podría destapar por completo un tesoro como ese, que a su vez se convertiría en un excelente polo de atracción. Pero esa es otra historia. Como historia es también recordar que San Vicente do Grove contaba en el siglo XVIII con un total de 94 vecinos labradores, que vivían en una península de tierra «bastante fértil y bien cultivada».

El caso es que el Atlántico se estrella contra A Lanzada y esta, a su vez, hace de eficaz parapeto, porque al otro lado, el de la ría de Arousa, el mar se halla siempre en calma. El océano es tan bestia que las pocas rocas que resisten en esos kilómetros de arena las ha pulverizado o bien las ha dejado reducidas a su mínima expresión. Tan mínima que la punta llamada Outeiriño, al lado de la ermita de Nosa Señora, está a punto, geológicamente hablando, de convertirse en una isla: su parte de atrás es arena pura. Y cuando el Atlántico se enrabieta de verdad le pasa por encima. La punta Abelleira, por el otro lado, donde Pedras Negras, fue arrasada del mapa y arrugada contra la península, y como testigo quedaron unos escollos agrupados y llamados Redonda de Terra, Redonda Fóra, Lobeiras de Fóra y Lobeiras de Terra. Una maravilla de microtoponimia, abundante por cierto en la parte de atrás, en una ría que ya decía otro texto de hace dos siglos que «está sembrada de bajos e isletas, que impiden una fácil entrada a las embarcaciones medianas», hasta el punto de que «todos sus puertos son unas playas de poco abrigo por lo que nunca entran embarcaciones de guerra».

Y si así estaban las cosas en esas aguas en verdad calmadas que son las de la ría, no cuesta mucho trabajo imaginarse cómo baten las olas en A Lanzada. Una olas que desde siempre estuvieron relacionadas con la fertilidad. Se dice que en 1845, por ejemplo, un matrimonio madrileño llevaba 17 años sin tener hijos y, al parecer, porque vaya usted a saber, por causas médicas. La pareja veraneaba en A Toxa y las mariscadoras le dijeron a ella que tomara el baño de las nueve olas y que luego cumpliera con el débito matrimonial. Así lo hizo. O al menos así consta. Y, claro está, quedó embarazada. Cousas veredes?