Palestina escucha palabras de paz, otra vez

Miguel A. Murado

SOCIEDAD

14 may 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

Hubo un tiempo en que la Iglesia católica tenía mucho que decir en los problemas de Palestina. Entre otras cosas, porque los había sufrido en sus carnes. La creación de Israel se hizo en gran medida a costa de los cristianos palestinos. Fueron numerosos entre los deportados de 1948 y buena parte del Jerusalén israelí, de hecho, está edificado sobre tierras confiscadas a cristianos árabes.

Fue esto, y la ocupación de Cisjordania en 1967, lo que propinó un golpe mortal a la comunidad cristiana palestina, mucho antes de que nadie hubiese oído hablar de islamismo. Con más facilidades para instalarse en los países desarrollados, los cristianos no han dejado de emigrar desde 1948 y es posible que hoy no pasen del 3% de la población.

Aun así, los cristianos han seguido siendo una élite intelectual y económica entre los palestinos. Tradicionalmente se han decantado por los partidos de izquierda, a la que han dado líderes famosos (George Habash, Hanan Ashrawi). Fue la cristiana ciudad de Beit Sajur la que dio una de las batallas más recordadas contra el Ejército israelí durante la primera intifada, cuando sus habitantes prefirieron dejarse encarcelar antes que pagar impuestos a las autoridades militares israelíes. Su lema era el mismo que el de los rebeldes de la Independencia norteamericana: «Si no hay representación, no se pagan impuestos».

También la Iglesia católica palestina era famosa entonces por su compromiso. A partir de los años setenta, adoptó una versión local de la Teología de la Liberación y su líder espiritual, Michel Sabbah, el carismático patriarca católico de Jerusalén, era una voz que tronaba de indignación sus homilías de la Iglesia de la Natividad.

Pero todo esto cambió con Juan Pablo II. Su disgusto con los teólogos de la liberación latinoamericanos se extendió a los de Palestina. Sacerdote polaco, su comprensible simpatía por los sufrimientos del pueblo judío en Europa le llevó a olvidarse de que su grey en Tierra Santa eran los palestinos y que, allí, eran estos los que sufrían. Arafat, casado tardíamente con una católica, podía insistir en llevar una insignia de la Virgen y el Niño en la solapa de su guerrera, pero ya entonces era Tel Aviv quien tenía línea directa con el Vaticano. Por eso la visita de Juan Pablo II se saldó con una decepción para los palestinos, pero lo peor llegó dos años más tarde. El Ejército israelí cercó durante semanas la iglesia de la Natividad (el «portal de Belén»), mató refugiados dentro del recinto sagrado, hirió sacerdotes, incendió una de las puertas del templo, mientras que del Vaticano no salieron más que tímidas quejas. Aquel mes de abril del 2002 la Iglesia católica perdió la poca voz que le quedaba en los asuntos de Tierra Santa.

Por eso la visita de Benedicto XVI ha suscitado tan escaso entusiasmo. Las palabras del Pontífice, valientes pero cuidadosamente medidas, habrán gustado. Pero si hay algo que no faltará nunca a los palestinos es gente que les hable de la paz. Manuel Mussalam, el párroco católico de Gaza, se limitaba a preguntarse ayer: «¿A qué ha venido y por qué no ha ido a Gaza?».