13 nov 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

Prestige hay uno: el que nos comió las entrañas hace ahora un año antes de morir en la barriga del mar, como hacen las gaviotas, y como soñó hacer Man de Camelle cuando aún estaba vivo y alguien le preguntó por el cómo morir. Prestige sólo hubo uno y por eso es imposible que vuelva a repetirse. El petrolero del capitán Mangouras cambió el pensamiento de muchos de los que vivieron el Urquiola desde el limbo de la infancia y no tienen más recuerdos de aquello que las bolas de chapapote pegadas a los pies descalzos, la botella de gasolina siempre a punto y las indemnizaciones de los abuelos que eran el cuento de nunca acabar. El Prestige cambió el pensamiento y el pensamiento cambió la vida. Apareció la ira. La que destruye a quien la padece, la cólera perniciosa que todo lo corroe, ese remolino de difícil salida que se alimenta a sí mismo y engulle al de espíritu débil, haciéndolo creerse fuerte como un titán. «Que estalle la ira», decía el séptimo mensaje del asesino de Seven. Y estalló. El último de los pecados capitales invadió una tierra cansada de ser mansa y se extendió por los corazones de los gallegos con la misma furia con que se impregnó en el alma de Aquiles cuando lo despojaron de su bien predilecto, su Briseida. Resistir esa ira sin ser devorado fue el esfuerzo supremo del último año. El objetivo está superado: entre la indolencia y la cólera existe un universo de espacios, por los que ya se transita y bien a gusto que va. Todo eso a sabiendas de que ya nada es lo mismo y que tampoco nunca volverá a ser igual. Por eso no se entiende mucho a esos ansiosos que esperan Seven II.