¿Qué hace Feijoo en «Borgen»?

PLATA O PLOMO

La serie política danesa acaba de estrenar en Netflix su cuarta temporada

10 jun 2022 . Actualizado a las 16:53 h.

Doce años después de presentarnos a una inocente Birgitte Nyborg (Sidse Babett Knudsen), con tantas ganas de cambiar el mundo sacudiendo de caspa y mugre la clase política como de seguir arropando a diario a sus retoños —incluido beso de buenas noches al marido atractivo—, Adam Price ha resucitado Borgen de la mano de Netflix con una cuarta temporada que el espectador ha recibido con cautela, por si esta secuela, apellidada a modo de epílogo Poder y Gloria, pudiese fracturar los cimientos tan bien asentados entre el 2010 y el 2013.

Con tres impecables entregas a las que solo se les puede reprochar que caminan a dos palmos del suelo —pizca ilusas, siempre la integridad como faro—, la ficción política danesa se convirtió entonces en la serie que reconcilió al individuo con las artes del mando, con la fontanería que gestiona un país. Nos hizo volver a creer en la honestidad y en que había hueco para ella en el juego de siglas, en que la coalición y la negociación no eran mal camino. Miramos a los nórdicos y abrimos la boca, embelesados por cómo se manejaban liderados por aquella señora, más de carne que de hueso, tan real y tan lúcida. Un año después de su estreno, Dinamarca colocaba al volante por primera vez a una mujer. Puede que casualidad o puede que no, puede que causalidad.

Al lío. Los ocho capítulos de la nueva Borgen cumplen con nota con un planteamiento que bien podría haber salido fatal: dónde están los límites del poder, dónde un techo que en realidad es suelo. El baile de posturas aquí es fascinante, ese tejemaneje parlamentario y también doméstico, en las cuatro paredes de casa o bajo el techo de la sede de un partido. Que la historia no haya renunciado a aguantarle el ritmo a la actualidad se agradece y, en la misma medida, aterra: ahí, el apremiante cambio climático; ahí, la soberbia rusa, la opacidad china, la superioridad moral estadounidense. Ahí, el rey que estaba desnudo, ahora en las pantallas de los móviles; el rumor hecho dogma en titulares de periódicos; la ambición  y lo suculento del bastón de mando, en el parlamento o en algún chiringuito europeo, también en la cadena de la televisión líder; la soledad en un mundo enchufado; el futuro, que era femenino —¿lo era?—. Y también, sorpresa, Alberto Núñez Feijoo

Podría serlo perfectamente. Podría ser que el expresidente de la Xunta hubiese hecho la maleta y quemado puentes en Pedrafita para, en vez de irse a Madrid, asentarse Copenhague y medirse con Nyborg en lugar de con Casado.

Cualquier parecido con la realidad es pura ficción, pero de tanta coincidencia resulta incluso perturbador. Lo primero que llama la atención es el parentesco que parece haber entre el ministro de Justicia Jon Berthelsen y Feijoo, muy similares físicamente. Los rasgos angulosos del actor danés Jens Albinus y la caracterización elegida —gafas grandes de pasta, pelo corto con raya al lado, traje impecable— para encarnar al hombre moderado con el que la protagonista bota en la tercera temporada el partido que la convierte en ministra de Exteriores hacen que a la mente de un gallego acuda inmediatamente el de Os Peares.

Los ajenos a estas tramas apreciarán en la imagen que ambos se dan un aire; los fieles al culebrón diplomático coincidirán sin embargo —tras familiarizarse con sus rasgos aguileños y su porte, con esa complexión contenida y espigada, y con los gestos de uno que son tan idénticos a los del otro— en que son calcadiños. No solo hay semejanza en la corteza: este señor, que apareció por primera vez en pantalla ya en la tercera temporada, está afiliado a los Nuevos Demócratas, una formación de centro con tiranteces internas que se ve abocado a celebrar un cónclave nacional para elegir nuevo líder. A lo mejor les suena.