Un buen amigo niega que este país gallego sea cainita. Dice que es «autosuicida», que ya tiene narices la cosa, y añade que no pierde oportunidad de demostrarlo. Cuando el Concello de Santiago dio la espantada y se negó a poner una gran pantalla para ver el partido entre España e Inglaterra, mi amigo me llamó para soltar, todo ufano, «ves como teño razón».
La Diputación remendó el desastre, porque los ayuntamientos de A Coruña y Ferrol sí habían puesto respectivas pantallas gigantes con el inocuo fin de que sus ciudadanos —todos, nacionalistas y no nacionalistas, de Vox o de Sumar— sufrieran con el partido y disfrutaran con el resultado. El Concello compostelano hizo una tímida contraprogramación (un concierto a la misma hora) y quedó con las vergüenzas al aire: no impidió que en la ciudad, desde la Praza Roxa, se escuchara el himno español. La Diputación supo estar a la altura; la Corporación de Santiago, no.
Es una anécdota que, además, a estas alturas vacacionales y sin fútbol ya pasó al baúl de los recuerdos, pero que muestra a las claras que aquí, en la ciudad y en España entera, nadie es feliz si no se define por contraposición al otro, que resulta que es el vecino, el compostelano, el gallego y/o el español.
El resumen es que cuando la muy respetable ideología va por delante de los deseos o ansias de la llamada gente del común, la vía muerta por la que se transita puede acabar ante el abismo. La alcaldesa de Santiago debería reflexionar, salvo que quiera figurar en el catálogo de los fanáticos, cosa que me permito dudar. Está a tiempo, porque rectificar en el futuro es de sabios: el himno español es, simplemente, horrendo, pero no causa heridas de gravedad.