«A un atleta si se dopa no le dejan competir, pero podemos dar pastillas a un niño de 7 años para que esté más atento en clase», afirma el pediatra Carlos González

SANTIAGO CIUDAD

Cuestiona que ante cualquier pequeña alteración de la conducta se acuda al psicólogo y la obsesión de los padres por tener niños «normales»
03 dic 2023 . Actualizado a las 23:30 h.El centro Dolores Ramos-Manuel Peleteiro abrió el miércoles la sexta edición de sus jornadas de educación infantil, con una charla sobre autoridad y límites a cargo del pediatra Carlos González que abarrotó el salón de actos del colegio santiagués. Unos límites que tienen todos los niños, en unos casos naturales («no pueden volar, aunque quieran») y en otros marcados por los padres, por motivos racionales y justificados («y es nuestra obligación hacerlo: no dejas que tu hijo queme la casa, ni que rompa la tele a martillazos, aunque esto igual deberías», bromeó). ¿Cuáles son, entonces, los límites a debate en tantos libros?: «Los que solo se ponen para demostrar quién manda. ¿Y manda papá o mamá? Manda quien ha escrito el libro», se contestó González. Contrapuso que se diga que los niños necesitan límites, porque de lo contrario serían desgraciados, cuando los adultos dedican su vida a intentar superarlos, y el contrasentido de que en pequeños con discapacidad se preconice que puedan llevar una vida sin límites, mientras «si te ha tocado la desgracia de tener un niño sano, entonces sí ha de tener unos límites como una casa».
Relató que Ramón y Cajal con 11 años voló la puerta de un vecino, tras fabricar con sus amigos pólvora y un cañón de madera, y se preguntó si en la actualidad habría salido del reformatorio a tiempo de estudiar en la universidad y hacerse investigador. Lo dijo para referirse a un cambio radical en el último medio siglo en nuestra sociedad, «que no comprende a los niños». Hasta entonces, se toleraban las gamberradas de los chavales porque se entendían como cuestiones propias de la edad, que dejarían de hacer al crecer, pero «hoy en día, cualquier pequeña alteración de la conducta de un niño ya es un problema de conducta, algo que requiere una reconversión, un psicólogo; a ser posible una pastillita que convierta al niño en normal».
Porque añadió que el mayor objetivo de la crianza y educación de los hijos en la época actual «parece ser la obtención de niños normales. Es lo que preguntáis siempre cuando vais al pediatra: ¿es normal este granito que le ha salido?, ¿es normal que camine de puntillas, que estornude tanto? ... Y la misión del pediatra parece ser el control de calidad: normal, normal, normal», indicó. Y de nuevo, lo contrapuso con los adultos, «a quienes les permitimos ser distintos sin que por ello dejen de ser normales. Y es justo a los que hacen cosas raras a los que más admiramos». La sociedad tiene nichos para casi cualquier adulto, «pero habitualmente solo tenemos un tipo de escuela, y cuando a un niño no le va bien en ella, no intentamos cambiar la escuela para adaptarla al niño, sino cambiar al niño para que se adapte a la escuela». En la misma escuela estudian quien ocupa décadas un trabajo sedentario y el aventurero inquieto que recorre el mundo, para quien González entiende que salir del colegio tuvo que suponer una liberación.
El conocido pediatra reflexionó sobre la actual sociedad «en la que si un atleta profesional toma pastillas para correr más deprisa y lo descubren, le quitan todas las medallas y no le dejan competir en cinco años. Pero podemos dar pastillas a un niño de 7 u 8 años para que esté más atento en clase. Es decir, no se puede dopar a un adulto para hacer trabajo de adulto, pero sí se puede dopar a un niño para hacer trabajo de un niño».
Carlos González defendió como un hecho automático que todos los niños tienen límites y todos los padres tienen autoridad. Parte del problema, dijo, es que a muchos padres les asusta, porque nadie les enseñó a mandar. Así que recomendó fijarse en modelos de otros con mucha autoridad. Citó a Dios, con solo diez mandamientos; y a Napoleón, que tampoco ordenó muchas otras cuestiones que imponen los padres, desde no poner los codos en la mesa al comer a no subir los pies al sofá. Y así, muchos chavales viven una sucesión de gritos, órdenes, amenazas y castigos. Lanzó al auditorio una pregunta: «¿Para qué tuvisteis un hijo?», respondiéndose que no sería para gritarle y castigarlo, sino para disfrutar con su primeros pasos y sus primeras palabras, e invitó a la reflexión: «¿En qué momento se te torció el rumbo, y en vez de ser feliz con tu hijo te dedicaste a intentar educarle?»
Advirtió de que la autoridad se gasta, y si se dilapida en cuestiones menores puede no tenerse cuando se necesite para asuntos realmente importantes, como decirles a los hijos que no vayan a una discoteca donde se vende droga, o no subirse a la moto bajo efectos del alcohol.
El pediatra citó a John Bowlby, indicando que es errónea la noción de que a los niños pequeños se les puede inculcar disciplina haciéndoles obedecer normas, cuando el adulto no está presente: «Si quieres que se lave las manos, dile que se las lave, y lo puedes lograr si estás presente. Si tú no estás es absurdo, no tiene aparato mental para hacerlo».
Expuso la responsabilidad del adulto, como bien rezan las cajas de medicamentos al señalar que deben de dejarse fuera del alcance y la vista de los niños; dijo que, con un jarrón, sucede lo mismo: «Para que no lo rompa, déjalo fuera de su alcance». Una responsabilidad que se traduce también en una vigilancia constante del pequeño ante situaciones de riesgo: «Es nuestra responsabilidad, nosotros somos sus padres, los adultos. Ya está bien de intentarnos quitarnos de encima nuestra propia responsabilidad para ponerla sobre los hombros de un niño de 3 o 7 años». Considera además patética la pretensión de los padres de que sus hijos obedezcan sin protestar.
Dijo que los progenitores tienen que aprender a tolerar la frustración de sus hijos, que en muchos casos provocarán los propios progenitores por no dejar que el hijo «haga lo que le dé la gana. Cuando hay que frustrarle, se le frustra»; eso sí, sin encima reñirle o ridiculizarle porque ha llorado o protestado. Destacó la importancia de dar órdenes en un tono adecuado, y no es partidario de premios ni castigos, sino de educar a los hijos en la honradez, «sin premios por ser buenos ni castigos por ser malos». Carlos González cerró con la parábola del hijo pródigo, con el ejemplo de un padre que perdona de forma absoluta, sin reproche ni condición, a su hijo, y suplica al otro hijo que lo acepte: «¿En qué libro de pediatras, psicólogos o educadores te encuentras hoy con que a los niños se les puede perdonar? Unos todavía te dicen que los castigues, otros te hablan de las consecuencias, otros que quieren ser más modernos de técnicas de modificación de conductas para que nunca más tu hijo vuelva, ¿a qué?». Y es, añadió, salvo meterse en la mafia o ser un sicario, nunca hará nada tan grave como el hijo pródigo: «¿Para qué una técnica de modificación de conductas, si lo único que ha hecho es poner los pies en el sofá, o decir alguna palabrota que 'de dónde la habrá sacado porque en casa no se dicen estas cosas'?», planteó antes de cerrar entre aplausos su intervención.