Juan Carlos Mañoso: «Desde hace 20 años voy a trabajar al aeropuerto en bici, y aún choca»

Olalla Sánchez Pintos
Olalla Sánchez SANTIAGO

SANTIAGO CIUDAD

Juan Carlos Mañoso, vecino de Santiago desde 1992, acude en bici a su puesto en la oficina meteorológica del aeropuerto. «Empecé por razones físicas y de medio ambiente», apunta en el carril para ciclistas que parte de la terminal. «Si no fuera por mi mujer, vendía el coche», sostiene
Juan Carlos Mañoso, vecino de Santiago desde 1992, acude en bici a su puesto en la oficina meteorológica del aeropuerto. «Empecé por razones físicas y de medio ambiente», apunta en el carril para ciclistas que parte de la terminal. «Si no fuera por mi mujer, vendía el coche», sostiene XOAN A. SOLER

Nada le frena para ir a diario desde Os Tilos a Lavacolla a dos ruedas. En la terminal es, desde hace casi 30 años, un experto observador de nubes

29 mar 2021 . Actualizado a las 13:39 h.

En un momento en el que en Raxoi se estudia una revisión de la ordenanza de circulación y los ciclistas reclaman que no se sumen obstáculos a la movilidad sobre dos ruedas, charlamos con Juan Carlos Mañoso, un observador de meteorología aeronáutica, destinado en la oficina de Lavacolla, al que distintos vecinos reconocen por ir siempre en bici. «Solo con la última, de paseo, sumo 71.000 kilómetros, la mayoría por Santiago», avanza. «En 1992 me establecí en la ciudad y, pocos años después, la convertí en casi mi único medio de transporte», remarca este abulense. «Llegué aquí porque me casé con una gallega. Tenía plaza en Aemet y elegí Compostela, un destino que a nivel atmosférico también es muy estimulante», añade sonriente.

«Siempre insisto en que se puede dar el salto a la bici, aunque entre mis compañeros no haya creado escuela. Yo me decidí una vez que tenía el coche en el taller. Si en automóvil tardaba media hora desde Os Tilos, donde resido, a Lavacolla, en bici solo necesitaba veinte minutos más», subraya convencido de unas pedaladas que lo llevan diariamente por Aríns y el Monte do Gozo y que lograron que no pasase desapercibido. «Los vigilantes nuevos me paraban al confundirme con un peregrino», constata. «Aún me acuerdo de una de esas comidas que se hacían antes con el personal del aeropuerto y a la que llegué arreglado y en bici. En esa ocasión hasta me la escondieron», rememora riendo y añorando el «trato cercano» que mantenía durante los primeros años con las tripulaciones, a las que aportaba información meteorológica sobre las rutas. «Esa aviación ya pasó», lamenta. «Lo que más me motiva es observar las nubes, algo que seguimos haciendo a ojo», destaca con ilusión. «Cada media hora debemos salir a la terraza de Lavacolla para contemplarlas. Luego eso lo trasladamos a cifras. Viendo muchas, aprendes rápido a calcular su altura», explica, antes de recordar que fue esa necesaria información visual la que retuvo un año más a su cuerpo de observadores como únicos inquilinos de la vieja terminal. «En la nueva nos situaron en una oficina que tenía una marquesina delante de la ventana. Nosotros necesitábamos un acceso al cielo y hasta que nos pusieron una cúpula, no cambiamos», acentúa.

Cada media hora debemos salir a la terraza de Lavacolla para observar las nubes

Interrogado por algún sobresalto, aclara que el mayor lo vivió en el aeródromo de Getafe, antes de su aterrizaje en Santiago. «Estando solo me tocó una tormenta de película, que nos comió. Se abrían las ventanas y los aviones salían arrastrándose. Hubo que reparar todos», evoca sobrecogido. «Aquí me coincidió el Klaus, aunque en Lavacolla casi no se notó. Sí sufrí tensión al ver cómo entraba un avión por la cabecera y la niebla por la contraria. También di aviso por si se decidía desalojar la torre de control por el fuerte viento, pero fue solo una vez», encadena. «El tiempo ya no es excusa para no andar en bici», bromea mientras salta a su otra pasión.

«La lluvia o las cuestas nunca me desanimaron aunque es cierto que en mi trabajo puedo cambiarme de ropa», sostiene mientras pasa por delante un ciclista y no consigue evitar mirarlo. «Aún somos minoritarios y es fácil que lo conozca», admite sincero. «Creo que el gran hándicap aún es el miedo a los coches», reflexiona mientras desvela su mayor percance. «Al salir de noche de mi puesto en Lavacolla me atropelló una furgoneta. Tras recuperarme, al principio me daba reparo pasar por allí, pero rápidamente me recompuse», apunta. «Ahí perdí forma física. Ahora, con casi 60 años, creo que me queda menos para pasarme a una eléctrica», apunta riendo. Ya más serio, pone el foco en la falta de infraestructuras para ciclistas -«en Santiago hay casi las mismas desde que llegué»- y en lo «poco interiorizado» que está este transporte. «En la desescalada me paró la policía y la guardia civil al pensar que salía a hacer deporte», subraya. «Desde hace 20 años voy a trabajar al aeropuerto en bici, y aún choca», insiste.

Sin perder impulso, celebra haberse integrado en la asociación Composcleta, a la que ayuda con cicloaccións. Reconoce además que disfruta con las marchas ciclistas. «Una vez fui a una con dos compañeros y en un momento nos descubrieron a los tres mirando al cielo. Debatíamos sobre una nube», concluye feliz.