Un silencio atronador sacude Compostela

Xurxo Melchor
Xurxo Melchor SANTIAGO

SANTIAGO CIUDAD

Las nuevas restricciones dejan un pavoroso escenario de bares y comercios cerrados, calles vacías y una falta de actividad en la que emergen sonidos antes sepultados por el bullicio diario

31 ene 2021 . Actualizado a las 00:52 h.

Ha habido momentos muy malos desde que la pandemia del coronavirus azotó al mundo. Días terribles, y Santiago los ha vivido todos: Confinamiento, cierres perimetrales, cese de actividad de la hostelería y limitaciones de todo tipo. Pero la Compostela del primer día de nuevas restricciones para contener la tercera ola del covid-19 sobrecoge por el silencio atronador que se ha apoderado de sus calles, que las sacude como si hubiesen detonado una bomba de pesadumbre en el corazón de una ciudad en la que ahora son perceptibles sonidos que llevaban décadas sepultados por el bullicio cotidiano.

Nunca habían sonado tan rotundos los chorros de la fuente de Praterías como en este Santiago atenazado de silencios, miradas gachas e inexistentes sonrisas ocultas tras las mascarillas en el que también es posible percibir la última reverberación de cada uno de los tañidos de las campanas de la torre de la Berenguela, que acude algo adelantada a su cita diaria con el cuarto que anuncia la cercanía del mediodía. Cuando el centenario sonido metálico muere, todo regresa al silencio.

La Catedral con más ajetreo del mundo, siempre atestada de peregrinos y turistas, muestra una imagen desoladora con solo tres personas admirando el impresionante trabajo de restauración y cinco más aguardando pacientes y sentadas a que comience la misa de doce. Una estampa impensable para un año santo que acaba de comenzar y que plasma por sí sola la gravedad de la situación por la que atravesamos.

Y es que esta tercera ola es sin duda el peor momento del peor año que recuerda este país desde la Guerra Civil. Es verdad que no es el primer cierre que sufre la hostelería, porque ya antes le impidieron toda actividad salvo el servir para llevar, pero ahora todo se ha derrumbado definitivamente. Para empezar, porque muchos jabatos que apretaron los dientes y mantuvieron abiertas sus puertas han tenido que claudicar ante el monstruo de la realidad. En A Raíña, donde tanto espantaron los fantasmas del covid y lucharon por seguir trabajando, ya solo queda abierta la ventana, que no la puerta, de María García, del bar Charra, que reconoce que no echa la verja porque prefiere mantenerse ocupada a estar en casa. «Hay que aguantar», afirma para dar y darse ánimos.

Los bares y cafeterías que siguen abiertos son cada vez menos y tienen pocos clientes o ninguno. Hay escaso movimiento salvo excepciones como la del Suso, en la Rúa do Vilar, en cuya ventana se agolpan cuatro clientes. El café o la caña pierden atractivo sin poder charlar con uno y con otro, sin apoyarte en la barra a leer el periódico o teniendo que vigilar cada movimiento propio y ajeno por miedo a contagiarte. Hay quienes, sin embargo, parecen despreocupados cobijados en un soportal, café y cigarrillo en mano y navegando distraídos en sus teléfonos móviles tan ajenos al drama como los músicos del Titanic.

El comercio mira de reojo la hecatombe que devora a la hostelería. Es el primer día del nuevo horario de cierre a las seis de la tarde y muchos piensan en hacer jornada continua para recuperar las horas perdidas. La cuesta del covid también se les está empinando, porque entre el cierre perimetral y el de la hostelería hay tan poco movimiento en las calles que se reducen considerablemente sus clientes potenciales.

Hay pocas cosas que rompan tanto silencio en esta Compostela que rezuma tristezas. Unos currantes que charlan de furgoneta a furgoneta en el Ensanche, una madre que le habla a su hijita, una señora que conversa con su perro —los niños y los animales son los únicos con los que seguimos comportándonos con relativa normalidad— o una voz que emerge maravillosa en la Rúa do Vilar para rescatar por momentos a las tres almas contadas que habitan la calle a media mañana. El cantante es Saman Seydi, un senegalés que con su guitarra acompaña unos cánticos en una lengua ininteligible pero de una sonoridad muy hermosa. «¿En qué cantas?», le pregunta un curioso. «En mandinga», responde él y agradece la propina con un esperanzador «a ver si pasa pronto esto del covid». Ojalá.