Xoán Ventura Pazos, el cura de San Lázaro: «Me queda la espinita de adoptar y ser padre»

Olalla Sánchez Pintos
Olalla Sánchez SANTIAGO DE COMPOSTELA

SANTIAGO CIUDAD

Xoán Ventura, el cura que tras pasar por más parroquias, recaló en San Lázaro en el 2008, reconoce disfrutar del barrio. «Me gusta tomar café e ir aquí a la tienda. Soy también socio del Amio», apunta con una sonrisa. Hasta la zona se traslada a pie: «Adoro caminar por Santiago. Es mi vicio»
Xoán Ventura, el cura que tras pasar por más parroquias, recaló en San Lázaro en el 2008, reconoce disfrutar del barrio. «Me gusta tomar café e ir aquí a la tienda. Soy también socio del Amio», apunta con una sonrisa. Hasta la zona se traslada a pie: «Adoro caminar por Santiago. Es mi vicio» PACO RODRÍGUEZ

Este sacerdote, que llegó a Santiago hace más de 30 años, razona por qué llena su iglesia cada domingo. No esconde su proyecto más personal

13 dic 2020 . Actualizado a las 12:26 h.

Se confiesa «hermético» y «muy tímido». Sin embargo, Xoán Ventura Pazos, el cura de San Lázaro que desde hace doce años se gana el cariño de los feligreses y que ha logrado que en tiempos de descreimiento su iglesia mantenga una buena salud -hasta en la pandemia llena cada domingo el aforo permitido-, no elude ningún tema. Una cercanía que empieza por su nombre. «Cuando llegué aquí a los niños les decían que se dirigiesen a mí como don Juan. Pero, ¿cómo me van a llamar así? Soy Xoán», apunta divertido.

Este sonense de 50 años se asentó en Compostela hace más de 30 para estudiar en el Seminario Menor y en el Mayor. «Fue sobre los 17 cuando empecé a sentir la vocación. Dudas las tienes siempre, aún hoy», desliza sincero. Tras un paréntesis de poco más de un año en Muros, lo destinan como ayudante del párroco en el Pilar, en la Alameda santiaguesa, donde se queda más de ocho años. Una etapa donde su tarea principal era la catequesis, algo que le animaba -«me parece muy importante el trabajo con niños, el ayudar a crear mentes sanas»- pero donde se sentía «limitado». «Necesitaba ser yo», subraya. Algo que empezó a lograr en su siguiente destino, en las parroquias de Aríns y O Eixo, en donde le pesó la lejanía del centro por una necesidad personal. «Vivo en el Ensanche con mi madre, que tiene 86 años y una movilidad reducida. Y antes que cura, soy hijo. Soy yo quien cocino y quien la preparo», destaca con cariño mientras aclara cómo, sin coche, se traslada a pie o en autobús. «En ese sentido soy un cura urbanita» comenta riendo.

«Creo que si la misa dominical, que dura media hora, se llena es porque la gente entiende y se identifica con lo que dices

En el 2008 lo trasladan a San Lázaro, un barrio del que valora con orgullo su lado solidario, y en donde, tras un recibimiento que califica de «perfecto», empieza a darse a conocer con un estilo sencillo, próximo y propio, algo a lo que resta importancia. «No me considero un cura enrollado. Soy la persona más normal del mundo», defiende. «Creo que si la misa dominical, que dura media hora, se llena es porque la gente entiende y se identifica con lo que dices. Nunca me permito dar mi opinión en el altar. Intentamos además que sea una fiesta», razona. «Hay que facilitar y hacer las cosas asequibles a la gente. Mucha se nos va porque recibe el no por el no», añade sin olvidar cómo él se sintió incomprendido. «En un Carnaval los niños vinieron disfrazados. Al acabar la misa, me hicieron un traje con bolsas. Me quité la ropa de cura y me lo puse. Eso se supo y me tiraron de las orejas. ¿Quién se puede asustar por algo así?», se pregunta.

Ya con una sonrisa, recuerda la boda de uno de sus catequistas, de los que elogia su ánimo social. «Preparé una dinámica a partir de una caja con recuerdos, que los novios debían sacar e identificar con cada invitado. Todo el mundo participó. Innovar es no tener miedo a los tiempos», incide quien tiene a José Porto Buceta, el párroco de Sar, como a un «referente». «Tiene 80 años pero es joven por mentalidad, por cómo abre la parroquia a quien haga falta. Hay que acoger a todos. La Iglesia cuanto más libre se sienta más auténtica va a ser», enfatiza, antes de comentar que él con quien más simpatiza es con una amiga protestante.

Al echar la vista atrás le tiembla la voz al revivir experiencias, algunas también con vecinos, en el Hospital de Conxo, donde desde hace años es uno de los curas. «Al principio salía muchos días llorando, pero ahí descubres tu vocación», destaca sobre una labor que cubre el área de paliativos y en la que este año se volcó al tener su iglesia cerrada. «Si algo nos debería enseñar la pandemia, en la que tuve que oficiar muchos entierros, es a no deshumanizarnos», subraya. «Había gente que quería ver el cuerpo de su ser querido antes de despedirlo y no podía. Fue terrible», reconoce.

De nuevo con ilusión, revela su proyecto más personal. «Me queda la espinita de adoptar y ser padre», sostiene sobre un proceso que confiesa que empezó, pero en el que se echó atrás por sus amplios requisitos y por su edad, no por ser sacerdote. «Entre las promesas que hacemos está el celibato, no el adoptar. No tengo ningún hándicap para no poder hacerlo», explica mientras niega que le influya el qué dirán. «No tengo miedo. De hecho, no lo descarto. Para mí sería normal y algo maravilloso», concluye con emoción.